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Cuentas con el pasado

Tres años de guerra civil y treinta seis de dictadura dejaron inevitablemente heridas profundas y duraderas. En la transición hubo razones de peso que obligaron a no recordar y a hacer como que aquí no había pasado nada. Ese hecho anómalo se explica porque los antifranquistas carecían de fuerza bastante para restablecer ellos solos la democracia. Para lograrlo tuvieron que pactar con los franquistas. Una pieza maestra de ese pacto fue hacer borrón y cuenta nueva. Quienes hoy lo lamentan y deploran que no hubiera ruptura olvidan la relación de fuerzas que había a la muerte de Franco e incurren en un voluntarismo alejado de la realidad. Es obvio que las libertades no se habrían conseguido o cuando menos se hubieran demorado mucho sin la aportación, todo lo paradójica que se quiera, pero decisiva, de personas desde dentro del régimen. Como es bien sabido, el desempeño del Rey y de Adolfo Suárez fue fundamental y les granjeó el aprecio generalizado dentro y fuera de España, donde se habló incluso de proponerlos para el Premio Nobel de la Paz.

Ello mostraría el sinsentido de querer hacer rectilínea, ya sea desde la izquierda o bien desde la derecha, una historia que, como la contemporánea de España, está tan llena de quiebros. También aconsejaría que al hacer justicia a las víctimas habidas desde 1936 no se incurriera en afanes justicieros. Claro que hubo muchísimos españoles que por convicción, por sobrevivir o por sacar provecho colaboraron, unos durante un tiempo, otros durante años y años, con la dictadura. También hay que decir que buena parte de ellos aceptaron luego la democracia. Algunos incluso pasaron en vida de Franco de la colaboración a la oposición más o menos decidida. Salvo recordarlo como parte de sus biografías, que tampoco hay que ocultar, a nada conduce insistir, por ejemplo, en el pasado inicialmente franquista de ilustres catedráticos, cuyo historial se saca a colación de cuando en cuando, en algún caso recientemente.

Lo que sí resulta, en cambio, encomiable es que se rinda homenaje a los profesores represaliados durante el franquismo, tal como han hecho la Universidad Complutense y la de Salamanca y tienen previsto otras. El que al hacerlo se citen sólo los nombres de los depurados y sancionados y no los de quienes depuraron o simplemente callaron ante la persecución de sus colegas es un buen ejemplo de cómo recordar nuestro pasado sin afanes vengadores.

Desde luego hubiera sido mejor para todos que ese pasado hubiera sido otro, sin enfrentamientos enconados tantas veces teñidos de sangre, sin guerras civiles, sin dictaduras, sin persecuciones. Pero fue el que fue y como, desde los valores hoy por fortuna vigentes en nuestra sociedad, ese pasado no nos gusta, pretendemos a veces corregirlo repartiendo culpas, como si el hecho de señalar a quienes nos parecen culpables hiciera más tolerables los malos recuerdos.

¿Qué cabe hacer para cerrar definitivamente las heridas que nos ha dejado la historia? El Gobierno quiere lograrlo con el texto que ha presentado en el Congreso de Diputados y que lleva el poco conciso título de proyecto de ley por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución y violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura. Un proyecto que ha encontrado hasta ahora la oposición o, en el mejor de los casos, las reservas de todos los grupos parlamentarios, con la lógica excepción del socialista. El Partido Popular sostiene que ya ha habido suficiente reparación y que no procede hacer más. En realidad, su posición obedece a dos motivos. El primero es, tal como acostumbra, llevar la contra al Gobierno. El segundo es que no interesa a esa derecha recordar la colaboración de sus antecesores con la dictadura. Por eso se limita sólo a hablar de la Constitución de 1978, como si la historia hubiese empezado entonces. Con ello se encierra en posiciones incomprensibles como cuando hace poco en el Ayuntamiento de Salamanca los ediles populares votaron en contra de que se anulase la expulsión de Unamuno como concejal en 1936.

El olvido, sin embargo, del pasado es inviable, pues para lograrlo habría que cercenar, no se sabe cómo, el recuerdo que conservan muchos de lo que vivieron ellos, sus padres o abuelos. Requeriría incluso medidas tan absurdas e impensables como el que no se estudiara en las Facultades de Historia lo ocurrido desde 1931 o que se prohibiera publicar libros y artículos sobre el particular.

Otros defienden justo lo contrario del olvido. La izquierda más radical quiere unas disposiciones que reequilibren de modo contundente un pasado injusto. Sobre ser de difícil concreción, ello entraña el riesgo de hacer una interpretación de la historia sin matices.

Ante posiciones tan encontradas es difícil acertar. La dificultad proviene en parte de que, a diferencia de lo que ocurrió después, durante la Guerra Civil hubo víctimas en ambos lados. Es cierto que luego se ensalzó a unas y se silenció a otras. Pero publicar ahora en homenaje a su memoria los nombres de los fusilados durante la guerra obliga a publicar los de un signo y de otro, lo que podría conducir a redoblar la actual guerra de esquelas.

Cabría pensar entonces en limitarse a la reparación moral y pública de quienes fueron represaliados sólo a partir de 1939, siempre que lo soliciten ellos o sus descendientes, pero tal cosa provocaría las legítimas protestas de las víctimas de la Guerra Civil, que no quieren que se olvide a sus muertos, miles de ellos, como ahora se va descubriendo, enterrados en fosas comunes, sin que les sirva de consuelo el que también hubiera muertos injustos, por así decirlo, en la otra parte.

El Gobierno se encuentra así en esta materia casi con la cuadratura del círculo. Habiéndose comprometido no podía ignorar el asunto. No cabe contentar a todos. El desarrollo de una ley que ofrezca reparación moral es complicado. Revisar sentencias de años y años, aunque lo hayan pedido voces autorizadas y por justo que parezca, plantearía muchos problemas. Incluso suscitaría complejas cuestiones de resarcimiento. De todos modos es un extremo que sin duda se debatirá mucho en la tramitación del proyecto de ley.

Confiemos en que finalmente en el Parlamento se llegue a acuerdos mayoritarios y se aprueben disposiciones que ofrezcan el máximo denominador común.

En honor de la verdad hay que decir que en ésta y otras cuestiones el Gobierno no escurre el bulto, que siempre es lo más fácil y lo que se hizo con la llamada memoria histórica en los últimos treinta años, la mitad de ellos, paradójicamente, con los socialistas en el poder. Pero esa valentía actual, digna de aplauso, no exime de una tarea ardua: buscar, dentro de lo hacedero, la mejor solución posible a un problema que conviene zanjar de una vez por todas.

Francisco Bustelo es profesor emérito de Historia Económica en la Universidad Complutense, de la que ha sido rector.

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