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Columna
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Teatro, nuestro espejo

Jesús Ruiz Mantilla

En la mirada tersa y transparente de una cabra, en la estática peluca y las medias de una vedette que se ve pero no se toca, en el rechazo a ser payaso, en la necesidad imperiosa de ponerse a veces a la contra... Todas esas señales, esas luces que nos alertan sobre nuestros desiertos afectivos y morales, las podemos encontrar esta temporada en varios escenarios de Madrid, que revive cierta edad dorada en sus teatros por primera vez desde hace algunos años.

La cabra o ¿quién es Sylvia? (Bellas Artes), de Eduard Albee, y Closer (Fígaro), de Patrick Marber, retratan con una efectividad tan afilada como demoledora el hastío del romanticismo, ese accidente que sufre en nuestro tiempo el idealismo de los sentimientos. José María Pou dirige y protagoniza la primera, que representa toda una lección de teatro puro, sin careta, una de las mejores obras que se han visto montadas en esta ciudad desde hace tiempo. Mariano Barroso ha subido al escenario la segunda, con dos destacados Belén Rueda y José Luis García Pérez que saben batirse en escena lanzándose diálogos punzantes, desasosegantes, hirientes.

Ambas obras son teatro donde la palabra es sacudida, desconcierto, efecto y verdad. Cada frase, cada discusión, la elaboración maniaca del sarcasmo como escudo centra, concentra y afecta al espectador. El milagro de Pou en escena en su bajada a los infiernos, junto a Mercé Aránega, Álex García y Juanma Lara, logra uno de los absolutos en el arte escénico: la provocación brutal del espectador. Y lo hace con las armas del surrealismo y el absurdo como vehículos para retratar una realidad interior tan cruel que no es fácil salir del teatro como si nada después de haber intentado comprender a ese hombre enamorado hasta los huesos de Sylvia, una cabra que encontró en un atajo que le llevó al Guantánamo de su existencia.

El pobre Martín -ese personaje paradigmático de Pou y Albee- ha escalado varios Everest vitales. Ha encontrado el éxito y puede sentir después de todo en ese vacío de las cimas hasta una irresistible atracción por el abismo, pero los pobres diablos que dan pulso a Closer no han hallado en ningún momento felicidad en sus vidas. Y lo peor es que, aunque las señales de alguna posibilidad de alegría se les hayan presentado delante, están tan ciegos que no son capaces de verlas, son tan insensibles a los aromas de la verdad presos en su artificio que ni las huelen. Es el existencialismo posmoderno, tan inodoro, tan aséptico, tan cerca que queda inalcanzablemente lejos.

Pero junto a estos dos ejemplos de teatro centrado sobre todo en los vínculos afectivos que nos mueven y nos degüellan, conviven estos días en escena dos obras que retratan la miseria moral como ya hiciera en diciembre y enero Plataforma, el montaje de Calixto Bieito sobre la novela en este caso de Michel Houellebecq que protagoniza Juan Echanove. Una es El enemigo del pueblo, clásico ya de Ibsen asombrosamente adaptado a los tiempos por la versión de Juan Mayorga y montado por Gerardo Vera en el teatro Valle-Inclán; otra, El método Grönholm, de Jordi Garcelán, que lleva tres temporadas en cartel en Madrid y Barcelona y ha sido representada en más de 20 países. Asombroso para un autor español vivo, contemporáneo.

El primer espectáculo nos planta delante el asombroso precio que debe pagar la libertad que obliga a afrontar la vida guiado por el sentido común. La manipulación de los grupos, el intento de imponer el delirio frente a la razón cuando se apela a bajos instintos a precio de ganga. Lo sucia que es la partida por parte de algunas corrientes dominantes, lo peligroso que es sentirse en posesión de la verdad cuando sabes además que ésta es mentira, ¿me siguen? Lo estamos sufriendo y de alguna manera, si no somos capaces de desenmascarar a los usurpadores de la decencia, lo pagaremos.

El segundo espectáculo que atañe a la bazofia de nuestros principios es la fascinante El método Grönholm (Marquina), que ahora viaja por toda España de gira con Carlos Hipólito, ese otro grande de la escena española, y ha quedado en Madrid de reserva con otro reparto. La obra se limita a una prueba de trabajo. De paso enseña la apabullante escalada de deshumanización en las empresas, enconadas en la competencia feroz para las que sólo sirven fieras capaces de dominar en la ley de la selva. Su éxito es metáfora de nuestros propios espejos, ésos donde debemos mirarnos mejor para salir a la calle. Un consejo de amigo: vayan al teatro, hagan el favor. Es la mar de terapéutico.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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