La sociedad del espectáculo
Amélie Nothomb hace una denuncia feroz del insaciable mundo del consumo televisivo y del "todo vale". De cómo algunos someten al ser humano a indignidades impensables. La autora novela un reality con concursantes secuestrados, que rememora los campos de concentración, la victoria silenciosa de los principios del nazismo y la violencia solapada.
ÁCIDO SULFÚRICO
Amélie Nothomb
Traducción de Sergi Pàmies
Anagrama. Barcelona, 2007
166 páginas. 15 euros
La belga Amélie Nothomb (Kobe, Japón, 1967) casi siempre escribe acerca del mal y lo hace para desenmascararlo, para llamar la atención sobre él. El mal íntimo (la soledad, la tristeza, el desamor, las frustraciones) y el mal social (los poderes económicos y políticos confabulándose contra la libertad y la vida plena de las personas), que en última instancia acaban encontrando el modo de aliarse porque persiguen idéntica meta por caminos diferentes: descrear la creación, hacernos infelices crónicos a todos, volver la inteligencia contra sí misma. La tarea que Nothomb se ha impuesto es más que necesaria, ya que el mal es un estratega consumado que sabe cómo usarnos contra nosotros, y a cada uno de nosotros contra los demás, sin que nos demos cuenta. En unas ocasiones la novelista lo logra mejor que en otras, pero siempre le ofrece al lector instrumentos para la autodefensa, o como mínimo hilo y aguja para remendar algunos de los descosidos que el mal le hace al mundo cada segundo que pasa.
En Ácido sulfúrico Nothomb da un paso más en esta dirección y lo hace de manera dramática. Con el fin de conseguir la mayor audiencia posible y con la connivencia interesada del Estado, una cadena de televisión lanza un programa en el que se obliga a concursar a personas raptadas en las calles de París. Éstas, encerradas en un campo de concentración (de hecho, el nombre del concurso es Concentración) sembrado de cámaras, se juegan la vida, que perderán a la vista de los espectadores, sin saber cuáles son las reglas. Tratados como lo fueron las víctimas de los nazis o los enemigos del régimen soviético en sus respectivos campos de exterminio, y de cuyas crónicas de supervivientes Nothomb toma muchos datos para hacer verosímil su puesta en escena, los concursantes se enfrentan a un destino ciego que les va diezmando según el capricho de los productores del espacio televisivo y de los propios espectadores.
En medio de todo ello, la relación entre una carcelera y una prisionera (de nuevo usa la autora el binomio verdugo-víctima como eje de sus reflexiones sobre la condición humana, algo que ya sucediera en Cosmética del enemigo y en Antichrista) y la de esta última con sus compañeros de encierro centrifugará y, en última instancia, redimirá en parte tan atroz experiencia personal y colectiva.
La salvaje apropiación que realiza la sociedad del espectáculo de los mejores logros del ser humano (la historia, la cultura, los derechos universales), que reduce a basura y calderilla, la violencia simbólica que ejerce la televisión sobre el mundo, y la victoria silenciosa de principios esenciales del nazismo, que se han metamorfoseado para pasar desapercibidos en nuestras democracias, han sido estudiadas de manera inmejorable, respectivamente, por Guy Debord (La sociedad del espectáculo y Comentarios sobre la sociedad del espectáculo), Pierre Bourdieu (Sobre la televisión) y Giorgio Agamben (Lo que queda de Auschwitz). Sobre todo el primero sobrevuela las páginas de esta novela, con la que se empatiza mejor si se sintoniza de fondo la voz del fundador de la Internacional Situacionista.
Ácido sulfúrico tal vez no sea
la mejor novela de Nothomb, que tiene media docena de títulos más logrados, pero quizás sea la más necesaria de las suyas: denunciar la corrosión lenta a la que someten los poderes espectaculares (¿es que quedan otros?) al alma humana, ese ácido que desfigura casi todas las vidas, es una tarea que lleva siendo urgente demasiados decenios. Y es que una de las paradojas del pensamiento es que a veces la crítica que de él emana es más efectiva cuanto menos sutil es: con trazos gruesos también se pintan cuadros inolvidables; los gritos despiertan más rápido a los que duermen cuando de lo que se trata es de salvarles de un incendio; la sátira puede llegar a ser más profunda e inmediata que un tratado de sociología.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.