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Columna
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Obligarles a razonar

Robin Morgan, una conocida feminista norteamericana, publicó hace poco un libro titulado Fighting words con el objetivo de recuperar textos de los Padres Fundadores de Estados Unidos en los que queda claro que fueron en su mayoría librepensadores, agnósticos, ateos, masones y radicales y que la utilización que hace la derecha religiosa estadounidense de sus figuras es una manipulación bastante repugnante. En el libro se recoge una magnífica frase del senador ultraconservador Orrin Hatch: "La pena de muerte es el reconocimiento de nuestra sociedad a la santidad de la vida humana".

La paradoja de ese razonamiento podría predicarse de los miembros del Tribunal Constitucional español que han respaldado la recusación del magistrado Pablo Pérez Tremps: "La destrucción del prestigio del Tribunal, de su imagen de institución al margen de las luchas partidistas, es el reconocimiento de nuestro respeto por su integridad". La falta de prudencia que están demostrando en este país personalidades a las que sería exigible capacidad de discernir lo que es bueno, malo o pésimo empieza a provocar hastío. La mayoría de sus conciudadanos suele llegar a su casa cansada de ganarse la vida, de pagar sus facturas, de criar a sus hijos, de comportarse responsablemente en el trabajo. Y al día siguiente esos mismos ciudadanos vuelven a comportarse responsablemente en el trabajo, en su vida, en su familia... Se merecen el respeto de quienes representan las instituciones que organizan su convivencia. Llevar al TC a la picota, provocar en los ciudadanos la idea de que es un foro de debate sectario en el que no se protege el orden constitucional sino los intereses electorales de un partido político y hacerlo, encima, para proteger su rectitud y fama, es una burla de la que no es acreedora la ciudadanía de este país.

El Tribunal Constitucional es una pieza esencial del sistema político español, una pieza sensible que desarrolla un poder enorme en cuanto que es el único capaz de controlar al propio legislador. Gracias al TC se han hecho realidad los derechos individuales contenidos en la Constitución y el propio Estado autonómico, que no hubiera sido posible sin su trabajo. Se supone que para evitar que se traspase la línea entre el derecho y la política, ese tribunal está obligado más que ninguno a alcanzar mayorías sólidas basadas en argumentos jurídicos. Pensar en que se pueda modificar sustancialmente el Estatuto de Autonomía de Cataluña (o rechazar su modificación) por mayorías de 5 a 6 y bajo la sospecha de parcialidad manifiesta de todos sus miembros, divididos en bloques partidistas, sería peor que una peste. Si este tribunal es incapaz de hacer su trabajo sin levantar conjeturas sobre su malicia, mejor sería que admitiera su fracaso en pleno.

Y la próxima vez quizás sería bueno recordar que el Constitucional ha funcionado siempre mucho mejor cuando entre sus integrantes han predominado los profesores universitarios y no los miembros de la carrera judicial, entre los que, al parecer, se produce mucha más confusión respecto a sus funciones. Pocos negarán que el prestigio del tribunal se sustentó en extraordinarios académicos como García-Pelayo, Tomás y Valiente o Rubio Llorente. Quizás la próxima vez haya que negociar su composición al margen de la de cualquier otra institución del Estado, evitando integrar al TC en "paquetes". Y, por encima de todo, habrá que pedir que no se acepten nunca nombramientos que repelen el intelecto, como alguno de los que se han producido en los últimos tiempos.

El señor Pérez Tremps hará bien en no aceptar presiones a la hora de decidir si puede seguir ejerciendo sus funciones. Pero si decidiera dimitir, el colmo sería hacer caso a la desvergüenza del ex ministro del Interior Ángel Acebes, y dejar su plaza sin proveer. A la hora de dictaminar sobre la constitucionalidad del Estatut, el TC funcionará mucho mejor con 12 miembros que con 11. Hay que obligarles a razonar. Al menos en cuestiones constitucionales. solg@elpais.es

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