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Columna
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OTAN

En mis tiempos de escuela la OTAN era una cosa abstracta, cuyo cometido el profesor trataba de explicarnos señalando siluetas de colores esparcidas sobre el mapamundi. Al parecer, había nacido en una fecha turbia posterior a la Segunda Guerra Mundial para frenar el avance del comunismo y proteger al hemisferio norte de una aviesa organización con nombre de cómic, el Pacto de Varsovia, cuyo anhelo secreto era obligar a todo el universo a calzarse gorros de astracán y cantar la Internacional en los colegios. Tampoco en la adolescencia aprendí a encontrar en ese ente nebuloso algo más allá de imágenes de misiles en los noticiarios y la excusa perfecta para viajar los domingos con chapas y pancartas hasta un pueblecito de la costa de Cádiz, donde las procesiones se detenían frente a una alambrada rodeada de fusiles. La OTAN, como la OMS, como la UNESCO, como el FMI, se mueve en ese limbo interplanetario de las siglas puras, despojada de carne, de rostro y apellidos, deslindada de los objetos domésticos y concretos que componen la vida real. Nos han dicho que es buena, que es mala, que protege la democracia de los enemigos que la acechan en las fronteras, que aplasta los estados más frágiles bajo la bota de la tiranía norteamericana, que pertenecer a su círculo es un orgullo, que pertenecer a sus cañones es una vergüenza. En el fondo, no creo que nadie sepa a ciencia cierta qué significa estar integrado en esta organización, igual que nadie se entera de dónde se halla el dinero que sube y baja en la bolsa: contemplamos las decisiones de esa misteriosa entelequia con un encogimiento de hombros, sin atisbar del todo por qué sitúan soldaditos en ciertas esquinas del mapa y ponen o quitan dictadores de palacios circundados por pagodas. Todo en ese nombre de divinidad escandinava parece lejano, borroso, sideral, como el reventón de una supernova o las revoluciones de los satélites de Saturno: acontecimientos que poco o nada influyen en el sabor de la sopa y las estridencias del despertador que nos arranca cada mañana de la almohada.

Pero para desmentirme, para hacerme comprender que ando tan equivocado como cuando trato de contentar a un niño o descifrar la factura de la luz, existen unos individuos que han decidido reunirse a algunas manzanas de mi casa, a discutir sobre cuestiones que no abarco y a firmar documentos que harán rodar tanques en los televisores. Entonces descubro que esas siglas maleducadas pueden retenerme en la autopista durante más de hora y media bajo la forma de retenes policiales, que pueden vallar calles enteras de la ciudad que habito igual que un coto privado de caza, que pueden exigirme sin mayores miramientos que extraiga de la cartera mi carné de identidad mientras el caño de una ametralladora me mira muy atento. Durante casi una semana los sevillanos vamos a andar turulatos con esto de la cumbre de ministros en nuestro modesto patio de atrás: a pesar de que el alcalde eleve a distinción el hecho de que unos señores con carpeta y ejército particular nos hayan elegido para jugar al ajedrez en el Palacio de Congresos, sospecho que el monto de las incomodidades va a sobrepasar en mucho al de beneficios en la factura del ciudadano de a pie. Contemplaremos de lejos la cúpula del edificio, evitaremos ciertas calles y nos harán evitar otras, llevaremos la documentación en el bolsillo de detrás del pantalón y nos daremos cuenta de que en este presente globalizado y puntilloso no existe rincón en que apartarse del ruido, no cabe ese remanso de paz al que cantaba Horacio ni el jardín de Epicuro del que alejarse de los estruendos de las preocupaciones mundanas. Aprenderemos, aunque parezca irreal, que la señal de un diplomático en un despacho de otro continente puede significar llegar tarde al médico que tenemos a cuatro calles de aquí, o que el niño puede esperar llorando en la guardería horas enteras porque una baliza en un desierto remoto necesita desplazarse algunos pasos. Será una especie de lección de fe casi bíblica, una prueba contundente como la que Santo Tomás exigió; cuando nos pregunten si alguna vez hemos visto la OTAN responderemos que metimos el dedo en la llaga: es un cerco de alambre que no se puede atravesar.

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