La campaña más cara de la historia
La carrera para las presidenciales de 2008 en Estados Unidos ha arrancado con meses de antelación y sumas astronómicas de dólares
Cuando ya han empezado los mítines y debates en Iowa y New Hampshire, donde tradicionalmente arranca cada cuatro años un nuevo ciclo electoral en EE UU, comienza también uno de los trabajos más arduos, polémicos y decisivos de cualquiera que aspire a ser un candidato creíble: recoger dinero, mucho dinero. Esta vez, con una campaña por delante insólitamente larga -¡la primera votación de las primarias es dentro de un año y faltan casi dos para las presidenciales!-, porque las cantidades que se requieren son mucho mayores.
Un cálculo aproximado hecho por la Comisión Federal de Elecciones eleva a 1.000 millones de dólares [773 millones de euros] el gasto conjunto que deberán hacer los principales candidatos de ambos partidos. "La cuota mínima de entrada en esta campaña va a ser de unos 100 millones de dólares", pronostica el presidente de ese organismo, Michael Toner. Lo que significa que cualquier aspirante que no pueda recoger esa cifra cuando empiecen las primarias probablemente optará por la retirada.
Hillary Clinton heredó de su marido toda una maquinaria experta en recolectar fondos
Los candidatos pueden obtener recursos a través de donaciones ilimitadas a los partidos
Pero, ¿dónde se recoge ese dinero?, ¿cuánto se puede llegar a recoger?, ¿quién lo controla? Ninguna de estas preguntas tiene una respuesta directa y sencilla, aunque todas ellas reflejan las dudas sobre un sistema de financiación que seguramente ha quedado obsoleto y que obliga a los candidatos a cortejar en exceso a los propietarios de las más abultadas cuentas corrientes del país y les da a éstos demasiada influencia en la política.
Legalmente, cada contribuyente a una campaña no puede asignar individualmente a un candidato más de 4.200 dólares -2.100 para las primarias y otro tanto para las presidenciales-. Un multimillonario tan afamado como George Soros ha anunciado ya su contribución de 4.200 dólares para la campaña de Barak Obama. Podría, eventualmente, entregar una donación idéntica para la campaña de Hillary Clinton -cosa que posiblemente hará-, pero no puede superar esa cantidad.
No puede, de acuerdo con la ley, hacerlo de forma nominal para determinado candidato, pero el sistema dispone de suficientes subterfugios como para que el dinero de Soros o de cualquier otro acabe llegando de forma mucho más generosa a las arcas de los políticos.
Los candidatos pueden obtener recursos a través de las donaciones -ilimitadas- a los comités de los partidos, mediante la organización -también ilimitada- de conferencias y cenas en las que se llega a pagar 1.000 dólares por cubierto y, por último, mediante la recolección de dinero por parte de los grupos de influencia (los llamados lobbys) entre sus clientes. Esta última, que es la más polémica de todas, está siendo en estos momentos motivo de debate en el Congreso como parte de las propuestas introducidas por la nueva mayoría demócrata para sanear en lo posible la vida política.
La recolección de dinero por los lobbys es actualmente una fuente importantísima de financiación. Los lobbys tienen, por supuesto, excelentes agendas de contactos y deseos infinitos de acceder al poder político. La oficina de un grupo de presión puede llegar a recoger entre sus clientes miles de cheques a favor del candidato sobre el que pretende tener influencia posteriormente. Y, aunque cada uno de esos cheques tiene que ajustarse al límite de los 4.200 dólares, en su conjunto constituyen grandes cantidades. Si se multiplica por la proliferación de grupos de interés en la ciudad de Washington, puede imaginarse las astronómicas sumas que circulan por estas fechas.
Ese dinero, imprescindible para costear campañas en las que los candidatos recorren decenas de miles de kilómetros y protagonizan cientos de anuncios en los medios de comunicación, es en gran medida culpable de la mala imagen que esta capital, como símbolo de la actividad política, tiene entre los ciudadanos norteamericanos. Estos días, en la discusión en el Congreso sobre las propuestas de reformas de la financiación electoral, algunos congresistas han reconocido que ocupan gran parte de su tiempo, varias horas al día, colgados al teléfono convenciendo a gente para que les den dinero.
Después del escándalo del Watergate, cuando el prestigio de los políticos tocó fondo, se han hecho esfuerzos para hacer más transparente la financiación de la actividad política y para someterla, en la medida de lo posible, al control de los poderes públicos. Con ese propósito, se puso en marcha en 1976 un sistema de financiación de las campañas por parte del Estado. El dinero procede de los tres dólares que cada norteamericano que lo desee puede destinar a ese fin en su declaración de la renta anual. Unos 33 millones de contribuyentes marcan con un sí esa casilla, con lo que el dinero disponible para cada ciclo electoral de cuatro años es de unos 400 millones de dólares.
Hoy, con una campaña electoral que va a durar casi dos años y candidatos mucho más poderosos en liza, ese sistema de financiación, que limita las cantidades de las que los políticos pueden disponer, no satisface las necesidades de los aspirantes. Hillary Clinton ha renunciado ya a la financiación pública y otros candidatos lo harán probablemente en los próximos meses.
De acuerdo con ese sistema, el Estado paga a cada candidato que haya conseguido recolectar 100.000 dólares, 250 dólares por cada donación privada, con la condición de que el aspirante a la Casa Blanca no puede recolectar fondos privados después de la convención de su partido que lo designa oficialmente como candidato.
Proyectando las cantidades que se manejan para esta campaña, se calcula que los candidatos presidenciales recibirían del Estado unos 150 millones de dólares, cantidad muy alejada de la que Hillary Clinton, Barak Obama o Rudolph Giuliani tienen previsto recaudar acudiendo únicamente a las donaciones privadas.
Clinton, que calcula sumar más de tres veces la cantidad que podría recibir de los fondos públicos, ha sido la primera candidata de la historia que renuncia a esa financiación con tanta anticipación. George Bush y John Kerry tampoco aceptaron recursos públicos hace cuatro años después de haber reunido 270 millones de dólares, el primero, y 230 millones, el segundo. El dinero que queda en las arcas del Estado, cuando no es utilizado por los principales candidatos, se asigna a otros aspirantes o se guarda para el siguiente ciclo electoral.
Su capacidad de reunir dinero es, seguramente, la principal ventaja que Hillary Clinton tiene en estos momentos sobre todos sus rivales demócratas para la nominación como candidata. Clinton ha heredado de su marido ex presidente toda una maquinaria especializada en recolectar fondos y a casi todas las personas especializadas en esa actividad, empezando por el lobbysta Vernon Jordan, una de las figuras más poderosas de Washington, y siguiendo por destacados financieros, como Roger Altman o Maureen White, antigua responsable de finanzas del Comité Nacional del Partido Demócrata.
Muchos de los esfuerzos para ganar donantes suelen centrarse en la rica California, y particularmente en la poderosa industria del espectáculo, con la que el matrimonio Clinton mantiene desde hace años excelentes relaciones. Algunos de los mejores aliados en ese sector, como el director y productor Steven Spielberg, todavía no han revelado sus intenciones, pero se supone que mantendrán su apoyo a la ex primera dama.
Sólo algunos de los más importantes recaudadores de fondos que trabajaban para los Clinton se han pasado al campo de Obama. Ésta es una decisión difícil para gente que, básicamente, vive de sus influencias y tiene, por tanto, que saber elegir con antelación al caballo ganador.
Tanto Clinton como Obama confían en acercarse a una recaudación de 100 millones de dólares antes de que acabe el año. La senadora por Nueva York tiene ya en la cuenta corriente, según fuentes de su campaña, 14 millones.
Las expectativas de conseguir dinero deberían variar, por supuesto, en la medida en que varíen también las encuestas en los próximos meses. O quizá al revés.
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