Navacerrada
Los esquiadores están de enhorabuena, ya han podido subir a Navacerrada a disfrutar de la nieve. Lo he visto en televisión y de pronto me ha entrado una gran nostalgia y he sacado mi equipo del trastero, ¿por qué no?, me he dicho. Nunca olvidaré la primera vez que lo usé, fue en la estación de Formigal. Entonces no tenía ni idea de lo que eran unos esquís, ni unos bastones, ni unas botas de après-ski. Ni tampoco comprendía la importancia de sentirse bien equipada y a la moda. Ingenuamente creía que bastaba con ir bien abrigada. Así que como no sabía si me iba a gustar este deporte y no quería invertir mucho dinero en una ropa que luego no iba a utilizar, me hice con unos pantalones de una amiga, un anorak de mi hermano, unas manoplas de no sé quién, un gorro de lana que tenía por casa. En el pueblo alquilé las botas y las tablas. Pero al día siguiente pagué mi error. Al principio con el lío de las taquillas, el telesilla, el funcionamiento de los tiques y todos esos detalles que hay que tener presente en cuanto uno entra en un nuevo mundo, aunque sea por diversión. No reparé en que aquello era un poco como la pasarela Cibeles y que, según transcurriese la mañana, mi modelito iría desentonando cada vez más y yo perdiendo fe en mis posibilidades. Podría no haberme importado, podría haber tenido una personalidad tan fuerte que todo aquello me pareciese una soberana tontería porque desde fuera es muy fácil juzgar lo que es una tontería y lo que no; sin embargo, cuando se está dentro de las situaciones todo es importante. Y es importante que los demás piensen que eres de su club y no un mamarracho.
No comprendía la importancia de sentirse bien equipada y a la moda. Creía que bastaba con ir bien abrigada
Cada tarde que regresaba entera, sin un hueso roto, me prometía no volver a subir, pero volvía
Por lo pronto, era maravilloso contemplar desde la silla toda aquella nieve azulada de puro blanca bajo el sol que daban tantas ganas de pisar aun sabiendo que una vez machacada por nuestras enormes botas resultaría bastante menos maravillosa. El aire venía tan frío y limpio que empecé a quedarme afónica. Será que a lo bueno también tiene uno que acostumbrarse. Pero, en fin, allí estaban mi grupo y mi monitor y un duro día para las piernas. Las pistas comenzaron a llenarse de vestimentas multicolores de primera calidad y entre caída y caída tuve un cursillo acelerado de lo que se llevaba y lo que no. Lo mío no se llevaba en absoluto; aun así, aguanté el tipo y me pareció increíble que al poco rato ya hubiésemos aprendido a hacer la cuña y a deslizarnos por suaves pendientes, lo que para mí era más que suficiente, sobre todo cuando a eso del mediodía, una vez que los novatos ya nos habíamos soltado, empezaron a aparecer camillas por las pistas. En mi grupo, por ejemplo, había un tiarrón impaciente que se creía que ya sabía esquiar y en su alocada carrera arrolló a una chica y le rompió no sé cuántas cosas, así que procuraba separarme de él lo que podía y estaba deseando que lo enviaran a esas cumbres que llamaban rojas o negras desde las que los esquiadores de verdad bajaban haciendo eses a una velocidad de vértigo. En el fondo, me horrorizaba que pudiese aprender tanto en los cinco días que quedaban que me hicieran subir allí. Cuando eso ocurriera, tenía pensado volver a apuntarme en el nivel A y seguir en las suaves pendientes. ¿Es esto cobardía? Sin duda alguna. Da mucho miedo tener que bajar desde tan alto.
De todos modos, por la tarde, con unas agujetas tremendas, me compré un equipo precioso. Mono rosa fucsia, unas gafas blancas y otras negras de espejos, una pequeña mochila del tono del mono y manoplas malva haciendo juego con una cinta ancha para el pelo. Este equipo me dio tal fuerza y seguridad que el monitor se empeñó en pasarme al nivel B, donde el itinerario se complicaba con unas placas de hielo que te mueres. El ejercicio, el peligro, el frío, el sol reverberando en la nieve, mis botas, mis gafas ajustadas a las sienes. Me sentía la teniente O'Neill. Aunque me aterraba la posibilidad de pasar al nivel C, sobre todo cuando la cafetería del hotel empezó a poblarse de brazos doblados y piernas estiradas escayolados como si fuera lo más normal del mundo. Así que cada tarde que regresaba entera, sin un hueso roto, me parecía milagroso y me prometía no volver a subir, pero volvía. Como ahora vuelvo. ¿Será esto valentía?
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