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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Ceder frente al diablo

El prestigioso abogado estadounidense Pierce O'Donell se plantea en este libro, En tiempo de guerra, si un presidente de gobierno puede saltarse las leyes elementales que constituyen el pilar de una sociedad democrática para hacer frente al terrorismo global.

EN TIEMPO DE GUERRA. El ataque terrorista de Hitler contra Estados Unidos

Pierce O'Donell

Traducción de José Luis Gil Aristu

Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2006

652 páginas. 32 euros

En junio de 1942, dos submarinos alemanes desembarcaron en las costas de Florida y Long Island a ocho comandos nazis. Tenían la misión de infiltrarse vestidos de civil entre la población de las grandes urbes, volar fábricas de suministros bélicos y sembrar el terror poniendo bombas en lugares donde causaran gran cantidad de víctimas. Entrenados durante meses en centros especiales, los terroristas constituían la avanzadilla de un plan ideado por Hitler para desmoralizar a los norteamericanos, todavía traumatizados por la declaración de guerra a Japón, tras el ataque por sorpresa a Pearl Harbour.

Los saboteadores habían vivido anteriormente en Estados Unidos, hablaban inglés como autóctonos y hasta tenían familiares allí; dos de ellos eran ciudadanos norteamericanos. Disponían de mucho dinero, explosivos y tiempo de sobra para planear los atentados con eficacia. El camuflaje habría sido perfecto si se hubiera tratado de un grupo de nazis fanáticos y no de hombres de carácter menos férreo, y que por variadas circunstancias personales tuvieron que aceptar aquella arriesgada misión. Recién llegado, el jefe del comando, John Dasch, en connivencia con otro de sus camaradas, Peter Burger, asimismo poco convencido de su cometido, decidió delatar a sus compañeros al FBI, animado por la esperanza de convertirse en un héroe norteamericano. Los denunció y fueron detenidos enseguida, sin que hubieran planeado siquiera ni un solo atentado.

El FBI ocultó a la prensa que

Dash les había facilitado el descubrimiento de los comandos y proclamó a los cuatro vientos la captura de aquellos "peligrosos terroristas" como fruto de su propia sagacidad. El presidente de Estados Unidos en aquel entonces, Franklin Delano Roosevelt, se tomó el caso de los terroristas con un interés particular: había que darles un castigo ejemplar como advertencia a Hitler. Decretó que los juzgara en secreto un tribunal militar que debía condenarlos a muerte, dado que ello elevaría la moral de los ciudadanos. Aunque iban a ser ahorcados, a los nazis se les asignaron dos abogados militares que actuarían como defensores, uno para el delator Dasch -a quien el FBI le había prometido la libertad si se declaraba "culpable", algo que luego nadie tuvo en cuenta- y otro para el resto de sus hombres; este último era el coronel Kenneth C. Royall, un hombre honesto y cumplidor de su deber que estuvo a punto de descalabrar el plan al denunciar desde un principio la inconstitucionalidad del decreto presidencial así como el proceder ilegal de aquel tribunal "amañado". Toda la actuación del abogado se centró en pedir que se respetaran los derechos inalienables de sus defendidos en contra de un presidente todopoderoso.

Pierce O'Donell, "uno de los cien abogados más influyentes de Estados Unidos" según reza la cubierta de En tiempo de guerra, describe con suma agilidad las peripecias del caso de los saboteadores y el desarrollo del duelo titánico que sostuvo el coronel Royall. Por desgracia, fue la lucha de un enano contra gigantes: el tribunal declaró culpables a los acusados; seis de ellos murieron en la silla eléctrica mientras que Dasch y Burger fueron condenados a cadena perpetua, casi como quería el presidente y exigía el "estado de guerra".

O'Donell alcanza con el relato de aquel caso la actualidad de Guantánamo, Irak o Afganistán. Su libro recuerda que el presidente Bush no ideó esos purgatorios ilegales, donde se retiene durante años a personas que en su mayoría son inocentes, sólo por su perfidia o en competencia con la maldad de Bin Laden y sus fanáticos de Alá, como a veces se proclama en Occidente. Bush declaró el estado de guerra a raíz de los atentados del 11-S ordenando mediante decreto presidencial que se detuviera a sospechosos de pertenecer a Al Qaeda; pero actuó respaldado "legalmente" por sus mejores abogados, y éstos se basaron en el precedente jurídico de Rooselvelt y el caso de los saboteadores, que era harto discutible cuando no erróneo, como O'Donell demuestra en su bien documentado libro.

La práctica de Bush no es única: ya Abraham Lincoln saltó por encima de los derechos legales más elementales al decretar la muerte en la horca de tres hombres y una mujer -quizás inocente- que habían atentado contra él. Y Roosevelt hizo de su ondeante capa un vulgar sayo al suspender los mismos derechos a ciento diecisiete mil ciudadanos norteamericanos de ascendencia japonesa tras el ataque a Pearl Harbour, confinándolos en campos de internamiento desde 1942 hasta 1946, a fin de evitar que pudieran "colaborar con el enemigo", de su misma "raza". Aquellas personas inocentes perdieron su libertad en virtud de otro ominoso decreto presidencial y prescindiendo de la Constitución norteamericana que los amparaba. Tanto Bush como los anteriores presidentes ejercieron una potestad de la que en realidad carecían: saltarse las leyes elementales que constituyen el pilar de una sociedad democrática a fin de defenderla de sus enemigos, algo así como pretender esclavizarla para erradicar la amenaza de la esclavitud; antepusieron su poder personal al de la ley, lo típico del totalitarismo.

La pregunta esencial que formula O'Donell tras la historia de los malparados terroristas nazis es sencilla, pero de difícil respuesta: ¿hay que ceder frente al diablo (el terrorismo global) renunciando por seguridad al cumplimiento de nuestras leyes fundamentales aun cuando la nación esté en guerra? Aduce que, de hacerlo así, no aumenta nuestra seguridad sino todo lo contrario; la fe en los valores democráticos exige la defensa a ultranza de las libertades civiles: "Aunque sea al mismo Satanás, debemos concederle las ventajas que le otorga la ley"; pues, si las omitimos con el argumento de que así se lo pondremos más difícil y nos defenderemos mejor de sus acometidas, "estamos creando nuestra propia trampa". Guantánamo y sus prisioneros anaranjados, la descerebrada soldado England infligiendo torturas en Irak socavan en el resto del mundo la credibilidad en el imperio de la ley que tanto Estados Unidos como Europa siempre deberían exportar y defender contra la arbitrariedad de los bárbaros que pugnan por destruirlo.

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