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Columna
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¡Cuidado!

Recientemente, en una visita de Jordi Pujol a Valencia, asistió a un homenaje a Ignasi Villalonga -el referente político y financiero más importante del siglo XX valenciano- y advirtió de que la obsesión por recuperar aquello que se pretende replantear como memoria histórica es el procedimiento con mayor riesgo, entre aquellos que podemos emprender los españoles.

El mejor favor que se le puede hacer a la sociedad española es la contribución, de quienes tienen poder para que se extinga el recuerdo sobre determinados acontecimientos y que definitivamente se supere el efecto de los hechos lamentables que ocurrieron antes, mientras y después de la guerra incivil de 1936-39.

Avivar los rescoldos de un conflicto que iba camino de ser olvidado obedece a un deseo de revancha, cuya culminación puede ser muy peligrosa para consolidar el consenso social en torno a los principios básicos de la incipiente democracia española en el siglo XXI.

Nadie parece darse cuenta de que, todavía en los tiempos que corren, con la dinamitada tregua de la banda terrorista ETA a nuestras espaldas, en las tierras de España permanecen múltiples lecturas en torno a una guerra que incrementó el enfrentamiento entre españoles a cotas de notable sufrimiento con repercusión en la política, en la economía y en la cultura.

Las generaciones que irrumpen ahora en los ámbitos académicos y profesionales son las que comienzan a superar un conflicto que dejó huella, por la magnitud de las cifras de víctimas, por la crueldad de sus actuaciones y por las consecuencias irreparables que todavía afectan a la conciencia entre los ciudadanos, como es evidente. La memoria histórica no se proyecta en un único sentido ni la justicia puede inclinar su balanza hacia una de las partes. Si se pretende recuperar, reponer, reparar, reconocer o indemnizar, habría que hacerlo para todos. Y no hay gobierno ni Administración, capaz de lograr semejante proeza. ¿Desde cuándo es posible restituir la vida o lo que Pedro Salinas calificó como el más definitivo regreso del ser humano: la vuelta del ser al no ser?

¿Cuántas formas hay de sufrimiento, de censura, de morir o de linchar al ser humano? ¿Sólo se pega o se violenta a una persona cuando se ejerce contra ella vejaciones físicas? ¿Alguien es capaz de aventurar cómo hubiera proseguido el camino de la sociedad sin aquél trauma general que partió España en dos, hasta el punto de que ni tan sólo hoy podemos asegurar de que se encuentra recompuesta?

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No hay más que contemplar los debates que protagonizan nuestros políticos o el triste espectáculo de una banda de desalmados terroristas, que pretenden justificar su barbarie con la reafirmación de una tregua que nunca existió o que confirma su extrema debilidad. Tenemos una sociedad enferma donde los impresentables ocupan cargos de representación. Los últimos casos de corrupción, ligada a la actividad inmobiliaria, indican la permisividad frente al todo vale que sitúa al triunfador a cualquier precio en los más altos niveles de consideración social. Donde los delincuentes están más protegidos que la gente honorable. Donde los ciudadanos acaban defendiéndose o ejerciendo la justicia sin pasar por los tribunales. En las últimas semanas un delincuente muerto a tiros, un alcalde asesinado o una vivienda incendiada para intimidar, son ejemplos de que la acción legislativa o la actuación policial no son eficaces para garantizar la integridad de la propiedad ni la seguridad de las personas. No se puede pedir a los ciudadanos que esperen a que los maten para defenderse.

Episodios como los que hemos vivido pueden repetirse si no se pone fin a la inseguridad personal y jurídica. Las obras espectaculares y los grandes monumentos son importantes, pero de nada sirven la megalomanía ni los fastos desmedidos, cuando no se garantizan las exigencias ciudadanas más elementales. Mientras, los delincuentes y criminales circulan a sus anchas y se permiten la desfachatez de recomendar España a sus compinches porque esto es jauja. Nadie ha de descartar que lo que ocurre en Fago, en Sant Cugat del Vallés o en Sudanell no puede ocurrir en cualquier parte.

Hay dos conceptos que configuran la actividad de los ciudadanos en una sociedad que pretende aproximarse a la normalidad. Uno es la forma de entender la libertad y el otro el grado de influencia del miedo que lleva implícito el modo de asimilarlo. En la sociedad valenciana la libertad como idea está todavía condicionada, y hay flotando muchos miedos. Vivimos en una sociedad donde se esgrimen métodos rudimentarios para reprimir la libertad y, aún más, un derecho constitucional como la libertad de expresión. Por un honor, por un empleo, por un contrato o por un exceso, se cede y se amedrenta. Es el precio que hay que pagar por mantener la dignidad y la capacidad de mantener la cabeza alta. Ese bien intangible por el que todavía merece la pena luchar y por el que algunos pierden el sosiego e incluso la vida.

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