El modelo global y el proyecto local
La Barcelona de los últimos 25 años ha sido sin duda un éxito global, es decir, se ha vendido muy bien en todo el mundo. Al principio fue un proyecto, un marketing eficaz por parte tanto de sus responsables políticos y técnicos como de publicistas muchas veces espontáneos que lo han convertido en modelo. El excelente libro del geógrafo Horacio Capel (El modelo Barcelona: un examen crítico) destaca lo poco críticos que son los trabajos sobre el urbanismo barcelonés. Lo cual ha conducido, especialmente en la década posterior a los Juegos Olímpicos, a la autocomplacencia y a un cierto ensimismamiento. Ahora parece despertar de este sueño y no sólo las críticas a algunos proyectos grandilocuentes (como Diagonal Mar) se han multiplicado; también las omisiones flagrantes (como sobre la debilidad de la política de vivienda) se han convertido en la principal preocupación de los barceloneses. Creo que estamos al final de un ciclo que fue exitoso y ahora vivimos un periodo de transición. Lo que está por ver es hacia dónde vamos a ir, y es importante dilucidarlo. En un mundo global de incertidumbres es fundamental que el ámbito local nos proporcione algunas certezas.
Los barceloneses se han sentido desposeídos de una ciudad que, 10 años antes, sentían que era más suya que nunca
Decíamos que al principio fue un proyecto. A principios de los noventa me pidieron una opinión sucinta sobre la transformación de Barcelona con la democracia. Respondí: "Finalmente, hemos ganado la Guerra Civil". Quería decir que lo que se hizo entonces fue lo que debía y podía haberse hecho en el periodo republicano, truncado trágicamente por la insurrección militar y la dictadura. La ciudad no había agotado las propuestas del Plan Cerdà, ni de planes y proyectos posteriores; de Jaussely a Macià o Le Corbusier en los años treinta. Luego, en los sesenta y setenta, se desarrolló un potente movimiento intelectual y ciudadano crítico, expresado tanto por los movimientos vecinales como por los sectores profesionales, y este movimiento también expresó propuestas ampliamente consensuadas. El mérito de la gestión política posterior, de las primeras alcaldías de la transición y de la democracia (Socías, Serra y Maragall) fue saber sintetizarlas y realizarlas. La renovación del centro histórico y de los barrios populares; la estrategia de los espacios públicos; el desarrollo de un eje potente en el frente de mar; las nuevas centralidades; las rondas como parte de una política de frenar la congestión del tejido urbano denso; la multiplicación y distribución de los equipamientos sociales y culturales; la descentralización municipal, etcétera, fueron realidades efectivas y visibles que respondían a un proyecto de conjunto. Es suficiente comprobar la continuidad entre lo que se escribía en los setenta y lo que se realizaba en los ochenta y noventa.
Una de las omisiones graves de este periodo fue el fracaso de una política metropolitana. La mayoría de los municipios metropolitanos han desarrollado políticas positivas; incluso en la última década es posible encontrar proyectos y realizaciones en algunos casos más interesantes que en Barcelona ciudad. Pero la falta de una estructura política que fuera el instrumento que permitiera elaborar una visión de conjunto y un escenario de futuro compartido ha dado lugar a una dispersión de las actuaciones que no permite, por ahora, definir y debatir un proyecto de ciudad metropolitana, ciudad de ciudades, sin duda, pero que requiere continuidades de los tejidos, articulación de centralidades y construcción de un imaginario compartido.
Tengo la impresión que en estos años la ciudad de Barcelona, su Gobierno en especial, ha vivido una transición sin ser consciente de ello y un encierro sobre sí misma sin querer, pero sin poderlo evitar. Los proyectos, desde la propuesta de New projects destinada a atraer a los inversores privados de los años posteriores a los Juegos Olímpicos hasta la operación Fòrum, se han querido concentrar al máximo en el centro de la ciudad sin un proyecto global de ciudad que ahora sólo puede ser metropolitano. La misma lógica ha presidido la iniciativa en la región metropolitana: la legítima aspiración de cada municipio a alcanzar un nivel alto de calidad urbana ha multiplicado actuaciones dispersas que no responden a un proyecto de la ciudad plurimunicipal que somos. Es cierto que existen ahora propuestas estratégicas metropolitanas, como se expusieron recientemente en la plaza de Catalunya, pero un plan indicativo de proyectos sin sustrato político, consenso social e imaginario cultural no hace ciudad.
Y habrá que inventar la fórmula del Gobierno metropolitano. Puede ser elegido directamente (la mejor solución) o bien ser una emanación de los ayuntamientos, pero nos parece que debe cumplir tres condiciones. Una: capacidad normativa sobre la planificación del territorio y de gestión sobre los servicios supramunicipales. Dos: el voto o los representantes de los municipios de la periferia deben igualar o superar a los de Barcelona ciudad, pues su población la iguala o la supera, según cuál sea la delimitación territorial. Y tercero: es imprescindible la presencia de la Generalitat, bien directamente bien a través de una fórmula específica, como un Consorcio para coordinar las inversiones derivadas de un planeamiento previamente concertado. Es una ecuación en la que todos ganan. La periferia podrá influir decisivamente en la política del conjunto y la ciudad de Barcelona podrá superar la tentación perversa de hipercentralidad que la agobia ahora.
En el caso de esta ciudad, el frenesí público (y sobre todo privado) de aprovechar al máximo las ventajas derivadas del éxito conseguido ha llevado a generar múltiples conflictos con sectores ciudadanos y ha propiciado también un inicio de crítica desde sectores intelectuales y profesionales. La ciudad del nuevo milenio ha sido percibida como una ciudad de promotores y de turistas, del negocio y de la diversión. Y de inmigrantes. La ciudadanía se ha sentido un poco desposeída de una ciudad que, 10 años antes, sentía más suya que nunca. Y aparecen no sólo conflictos, también malestar, demandas proteccionistas, miedos confusos y pérdida de confianza en los gobernantes.
El discurso oficial del Gobierno municipal es el de la proximidad, el de la seguridad, el de la ciudad para sus vecinos. Está justificado, pero puede derivar en un conservadurismo paralizante e ineficaz. La ciudad densa y dinámica no puede ser una balsa de aceite y se deben asumir sus contradicciones y gestionarlas. Y, lo más importante, mantenerse encerrado en la ciudad-municipio sería un error histórico fatal. El nuevo ciclo que toca iniciar es la construcción de la ciudad metropolitana. Y, por ahora, no parece que los responsables políticos se lo planteen como prioridad.
Jordi Borja es urbanista.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.