Tampoco hay futuro en London Bar
Del London Bar, cuando su propietaria Eli Bertran lo cierre, y estos días dice que se lo está planteando si la cosa le sigue así, no me voy a quedar únicamente con la vigencia de un puñado de novelas rusas y francesas leídas en la nieve dura de sus mármoles, o con solamente el vaivén de sus molduras voluptuosas, y ni siquiera me bastará la ilusión de las letras rojas de su rótulo, recortadas en una tipografía modernista, en una ornamentalidad utopista de socialismo ojival, y de socialismo panteísta, y de socialismo de artes aplicadas. Al London Bar, más que como un espacio-cosa, uno lo entiende como una biografía-cosa encarnada en la biografía perpetua de Eli Bertran, y de manera amorosa, en la de su marido Toño. El London, que en la noche de San Juan de 2010 cumplirá un siglo, si le dejan, ha perdido en los últimos meses más de la mitad de su clientela, porque de repente se ha visto obligado, por una cuestión de licencias municipales y de ordenancismo administrativo, a dejar de dar actuaciones de magos, de cabaret, de malabaristas, de cantautores, de grupos..., que es lo que venía haciendo desde los últimos veinte años. El London es un bar de Barcelona que en vez de dos máquinas tragaperras ha puesto contra sus paredes dos pianos, uno fue del fundador, Josep Roca, el abuelo materno de Eli Bertran, y en él tocaba, por ejemplo, Antonio Machín cuando pasaba por el bar y, quizá a causa de este existir en romántico, ahora es todo el negocio lo que se ve contra la pared. En su piano del London, el abuelo Josep ha trasteado con una mano, ha chapurreado nota a nota, el himno de Inglaterra, que es la música, claro, que mejor le va al bar. El London tiene este nombre porque cuando se inauguró, en el año en que murió Tolstoi huyendo de su casa y ya con más fe en el esperanto que en el hombre, estaban los bares, las cafeterías, los restaurantes de Barcelona, sugestionados de un cosmopolitismo enciclopédico, y se ponían rótulos como Pétit Paris, American Bar y London Bar.
Entre la primera clientela que llenó el London figura la gente del circo de Barcelona, que frecuentaba las agencias de contratación de la calle Nou de la Rambla y que también recalaba en el bar al salir de madrugada de sus actuaciones, pues el abuelo Josep, con la ayuda de su hermano Joan, tenía abierto las 24 horas del día. Junto al rótulo del London, hay hoy un trapecio, que recuerda a quienes se acercan a la barra que la vida se vive a pulso, y que permanece ahí desde que a Eli Bertran se le antojó organizar cursillos de trapecio y circo, a los que acudía ocasionalmente el acróbata Rogelio Rivel. En una fiesta de Nochevieja, los cirqueros acabaron actuando encima de la barra, y uno se marcó un striptease en ese trapecio, y lo culminó colgado de él en tanga, y en la puerta del bar se hizo un remolino de mirones, y llegó la policía y quiso denunciar a los propietarios por escándalo público. Pero hay más escándalo, desde luego, en desdeñar la importancia de cien años de cultura popular, en la ciudad que inventó la palabra tebeo y se la brindó a la gente, y cuyo museo más visitado es el de un club de fútbol.
Cuando uno entra en el London Bar, se queda fotografiado en la instantánea de los grandes espejos que hay a la entrada, y que son espejos de cuando la gente iba a los bares a verse, y no a que la vieran a través de las cristaleras. En el London están retratadas todas las épocas del siglo XX, y perseveran también en el agua fría de sus paredes algunos dibujos, bueno, hoy son copias, los originales lo guarda Eli, de la primera exposición que hizo Ocaña en su exponerse a la suerte del mundo y en su exponerse a la suerte de la vida.
Cuando murió el abuelo Josep Roca, el London lo tomaron su hija Dolors y su marido Pere Bertran, que era un mecánico de la aviación militar represaliado, porque en la guerra se había puesto del lado de la República. El London de los padres de Eli Bertran se condensa en las noches de los cirqueros de posguerra y de los policías de uniforme jugando a las cartas y al dominó, y se conglutina también en el ocaso de los sábados, en los que Eli jugaba con los hijos del circo.
Eli es de esta manera una mujer acostumbrada a los equilibrios, y acaso por eso lleva colgado en su collar un diminuto elefante de la suerte. En Eli Bertran late un oro secreto que forma parte del tesoro general de Barcelona y que se trasluce en su pelo dorado y pacífico, y en sus ojos de color castaño dorado, y en la montura dorada de sus gafas, y en lo dorado del tabaco rubio que fuma como se va fumando uno los días. Eli conoció a su marido Toño Albalá teniéndolo de cliente y se enamoró de él a fuerza de prepararle bocadillos de salchichón con trocitos de limón, y así Toño Albañá, con su sonrisa de hombre que va a alimentarse de los mejores bocadillos, acabó llevando la programación artística del bar, hasta que se lo han prohibido. En el London se han fotografiado el alcalde Clos y el alcalde Maragall, y Pere Portabella ha presentado con música en directo una guía del Modernismo. Pero ahora Barcelona lo que quiere es dormir en paz su blando sueño burgués, y Eli está planteándose convertir el London Bar en coctelería pija para el hotel de al lado.
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