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Columna
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El euro malfamado

Si el recuerdo no me falla -que suele hacerlo- hace ya ocho o nueve años que entramos en el uso forzado de la nueva moneda, en la que sólo creyeron y se felicitaron unos cuantos señores que viven en esa burbuja providencial que se llama Estrasburgo y aledaños donde envejece, felizmente pagada, una turbamulta de empleados de distintos países. Parece que fue ayer cuando cambiamos al euro y han pasado unos cuantos años, sin que nadie, en su juicio pueda asegurar que fue para bien. No hay vuelta atrás, pero eso no quiere decir que haya prescrito el soberano derecho al pataleo. No estamos mejor con el euro, estamos peor, al parecer, la mayoría de la población.

Hemos hecho lo contrario que ejercitan los ingleses: pasar de un confortable y asequible sistema decimal, a esa tortura mental que supone tener que multiplicar por 166 y fracciones el dinero que, en general, se gana con esfuerzo. Chocaba la mentalidad británica que se estuvo manejando durante siglos con evaluaciones evanescentes, con referencias casi literarias. Además de las libras, chelines y peniques, existían las coronas, los soberanos, las pintas, los galones... referencias incomprensibles para los continentales, pero que estaban acomodadas al precio real de las cosas. Caídos en el dichoso sistema decimal, procuran, poco a poco, amoldarse a la dura realidad. Nosotros, con escasa preparación, hemos dicho adiós a la peseta, al duro, al verde, el kilo, que inventó El Cordobés y, perseguidos por la jauría de la inflación, arrojamos del trineo a los céntimos, a los reales, para caer en aquel ridículo disco que fue la última peseta, la pela, la cuca, la púa, la leandra, alejados del amadeo y los sevillanos, piezas de cinco pesetas que coexistieron felizmente con las aleaciones oficiales.

El peso, el machacante, ya son brumosa memoria histórica, con los humildes lacayos que fueron las perras gordas y las chicas, festivo desdén hacia la presencia de unos leones que más que rampantes parecían repantingados. En Asturias las llamaban perronas y perrinas. Con 10 céntimos, antes de la Guerra Civil, se compraba el periódico diario, media docena de castañas calentitas y un trayecto de tranvía. Las piezas de dos y de un céntimo circulaban por los despachos de pan y daban para un sello de Correos. Un ramo primaveral de violetas, sólo valía un real, entregado por la gentil violetera, amortizada también por la inflación. Una novela inédita de cualquier escritor contemporáneo, publicada en La Novela Semanal valía 30 céntimos y aquello sí que era espolvorear cultura al alcance de todos los bolsillos, habida cuenta, además, de que se trataba de una empresa privada, sin subvenciones ni apoyos crematísticos.

Los que, estrujándonos las meninges, recordamos aquellos tiempos, nos asombra lo que se podía hacer con un duro, cinco pesetas de plata, que pesaba mucho y tenía el volumen de una medalla conmemorativa. La ficción del dinero como método de trueque universal cayó, en un momento de pérdida de la vergüenza, en la representación del papel moneda. Y hasta aquello fue licenciándose. Hubo billetes de 50, 25, 10, 5 y 2 pesetas, que se deshacían en los bolsillos, como si hubieran sido migas de pan. Y surgieron -¿lo recuerdan los viejos?- las rubias que solían amontonarse como lastre inútil. Hubo una moda fugaz que consistió en guardarlas en frascas de vino, como las que utilizan en las tabernas de los barrios bajos. El único beneficio es que se vendieron unas docenas de botellones más, que albergaron las piezas de cinco, con el mismo decepcionante resultado. Aquello no valía ni el metal en que estaban troqueladas.

Quizá se quiso equiparar aquella cutre tesaurización con las bolsas que guardaron onzas de oro, escudos y maravedíes y que, en las novelas costumbristas, se arrojaban a los pies de gentes de floja voluntad para comprar honras y voluntades. Hoy se hacen transferencias hacia paraísos fiscales. Por increíble que parezca, se vive mucho mejor y hay más multimillonarios en euros, por metro cuadrado, que jamás en la historia de este viejo país.

Pero es un hecho reconocido: el paso al euro, el redondeo al alza, han empobrecido a la mayor parte de la población que, sin que nadie pueda encontrar explicación al milagro, se abalanza tumultuariamente sobre los mostradores donde se amontonan las rebajas de estas fechas.

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