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Reportaje:CUATRO SIGLOS DE ARTE LÍRICO

Problemas de herencia

La renovación de la ópera ha llegado sobre todo por el lado visual con la incorporación de artistas y cineastas contemporáneos. Pero el público ha envejecido. Hay escasa afición a la ópera entre los jóvenes y los niños. Se están haciendo esfuerzos para crear afición y formar nuevas audiencias, pero el futuro dependerá de las facultades del espectáculo de propiciar un auténtico lugar de encuentro entre las artes lo suficientemente atractivo.

Como espectáculo global e interdisciplinar, la ópera seguirá siendo un desafío

Es altamente significativo que en las jornadas europeas de ópera que se van a celebrar en París del 16 al 18 de febrero próximos, en recuerdo de los 400 años de existencia del género o, si se prefiere, del estreno de Orfeo, de Monteverdi, el día central esté dedicado a un tema tan escurridizo como es el de los "nuevos públicos". Los indicadores de alarma están encendidos y la natural renovación de público operístico no se acaba de producir con los porcentajes juveniles que se esperaban. Los rigurosos estudios de la Cámara de Comercio de Salzburgo publicados en julio de 2003 no se tomaron suficientemente en serio, al estar aplicados a un festival de precios elevados, pero ya en ellos se traslucían datos como una media de edad de los asistentes superior a los 60 años y una alarmante ausencia de incorporaciones jóvenes en la última década. Los debates de París cuentan con la organización conjunta de Ópera Europa, Fedora y Reseo, es decir, las asociaciones europeas de teatros líricos, amigos de la ópera y departamentos educativos, y en ellos colaboran entidades nacionales representativas de festivales y teatros, como la española Ópera XXI. La tendencia es coger de una vez por todas el toro por los cuernos, entre otras razones porque entre unos y otros lo que está en juego es el futuro de la ópera. Y en ese futuro es conveniente ir precisando políticas culturales en función también del espectador.

No es que se vaya a partir de cero. La búsqueda de un público juvenil e incluso infantil ha propiciado, sobre todo últimamente, la creación de espectáculos con puntos de mira diferentes de los tradicionales, bien en la revisión de los títulos convencionales, bien con nuevos encargos. No hay teatro que se precie que no disponga hoy de su apartado educativo. Volviendo a las jornadas parisienses de febrero, las propuestas de espectáculos que se hacen a los asistentes el sábado 17 después de los debates sobre nuevos públicos van desde la película sobre La flauta mágica, de Kenneth Branagh, o la escenificación de Don Giovanni en un edificio de oficinas, a cargo del cineasta Michael Haneke, hasta la ópera Brundibár, representada por primera vez por niños judíos de un orfanato de Praga en un campo de concentración, y de cuya presentación en España fue pionero el Liceo de Barcelona. Mucho están cambiando, desde luego, los criterios de programación, tanto por la incorporación de artistas ligados al mundo visual en sus diferentes apartados como por la política de los teatros en la cobertura de sus frentes de responsabilidad social. Que la colaboración más numerosa de teatros españoles en la coproducción de un espectáculo haya tenido lugar con una ópera nueva como Dulcinea, de Mauricio Sotelo, habla a las claras de una nueva sensibilidad.

Una nueva sensibilidad que tiene ya un largo camino recorrido y cuyos pasos primeros estuvieron ligados a lo que se denominó "renovación escénica". Se trató de incorporar como espectadores de la ópera a otros sectores culturales de la sociedad con el gancho que podría suponer la aportación creadora de artistas plásticos y, en menor medida, cineastas y diseñadores de moda. Y por la ópera empezaron a desfilar los David Hockney, Henry Moore, Jörg Immendorf, Anselm Kiefer, Ilia Kabakov, Robert Longo, Karel Appel, Achim Freyer, Eduardo Arroyo, Jaume Plensa, Miquel Barceló, Bill Viola y otros muchos en el terreno plástico, o los Bergmann, Syberberg, Losey, Haneke, Ripstein, Cavani o Dörrie, en el cinematográfico, o los Versace y Armani, en el mundo de la moda. Y también llegaron grupos teatrales de calle como La Fura dels Baus. La crisis de las voces, por una parte, y la modernidad visual, por otra, empezaron a dar otra cara de la ópera, entre el rechazo de unos y el entusiasmo de otros. No parece ser, en cualquier caso, que haya sido suficiente para atraer a las nuevas generaciones.

Pero ha sido necesario y hoy la ópera se manifiesta como el lugar de encuentro idóneo entre diferentes lenguajes artísticos, como un campo de creatividad excepcional a partir de un espectáculo por definición excesivo y pasional, donde las emociones están en primer plano. ¿El futuro? Vaya usted a saber. La ópera será lo que sea, pero siempre se mantendrá en un plano destacado de la creación cultural si respeta hasta el último suspiro su condición musical, y, en particular, vocal, y si no pierde su condición teatral. Como espectáculo global e interdisciplinar seguirá siendo un desafío. En realidad, siempre lo ha sido. Aunque le asomen ahora problemas de herencia por los flancos más inesperados.

'La flauta mágica', dirigida por el británico Kenneth  Branagh.
'La flauta mágica', dirigida por el británico Kenneth Branagh.

LA FORMACIÓN DE UN GÉNERO

L'Orfeo, de Monteverdi, compuesto hace 400 años, marca la consolidación de un género, la ópera, que hasta entonces tuvo sus balbuceos notables.

1597. Jacopo Peri crea Dafne, para muchos la primera ópera de la historia aunque se ha perdido su rastro.

1607. Ya siete años antes, Monteverdi había compuesto Eurídice. Pero L'Orfeo es la primera obra clara creadora de un nuevo canon artístico, la ópera. A partir de entonces, le sigue un siglo barroco plagado de títulos inspirados en la mitología con compositores como Francesco Cavalli, Antonio Cesti, Francesco Provenzale o Jean-Baptiste Lully, en Francia, y Henry Purcell, en Inglaterra. La ópera ya es un género europeo.

1720. Vivaldi y Haendel exploran por separado nuevas vías para un arte por explorar. Uno reina en Venecia, el centro del mundo operístico, y otro lo hace en Londres. Es la época dorada de las primeras estrellas del nuevo arte: los castrati, que con Farinelli a la cabeza y obras compuestas por Alessandro Scarlatti, Antonio Caldara, Porpora o Johann Adolf Hasse marcan todo el siglo XVIII.

1762. Con Orfeo y Eurídice, de Gluck, se tiende un puente al clasicismo, una nueva era.

1768. Aparece un genio: Wolfgang Amadeus Mozart. Su obra Bastian y Bastiana, compuesta con 11 años, es la tarjeta de presentación que dará lugar después a las genialidades: Las bodas de Fígaro, Don Giovanni, Così fan tutte, La flauta mágica. Viena domina y a Mozart le sigue y le sobrevive Haydn.

1810. Un joven de 18 años, Gioacchino Rossini viene a revolucionar el canto. A su primera ópera, La cambiale di matrimonio, le sigue una forma de entender la ópera, el bel canto, a la que se apuntan Donizetti y Bellini, que marcará la primera mitad del siglo XIX.

1842. Dos nombres estrenan óperas en Italia y Alemania. Giuseppe Verdi se consagra con Nabucco y se convierte en un héroe nacional. Richard Wagner exige su lugar en la historia como gran exponente de la ópera alemana y estrena Rienzi. La segunda mitad del XIX es de los dos, aunque alrededor de ellos no hay que olvidar a Meyerbeer o a Gounod, Berlioz y Massenet en Francia.

1876. Wagner presenta El anillo del Nibelungo completo, sus cuatro partes, que marcarán un antes y un después en dicho arte. Los rusos, Rimski-Korsakov, Chaikovski, dan otro aire al género a finales del XIX.

1884. Giacomo Puccini presenta La Villi. El verismo reclama un lugar de oro con él como rey, y otros como Mascagni o Leoncavallo, en esa onda.

1901. Comienza un nuevo siglo con otra figura fundamental. Richard Strauss. Con Elektra, en 1909, comenzará otra era que nos arrastra hasta hoy.

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