Dietario
"A UNO de noviembre, viernes por la mañana, comí con Bronzino anguila y pescados del Arno" -anota en su Diario, en una entrada del año 1555, Jacopo Carrucci, llamado el Pontormo (1494-1556)-. "El sábado, el domingo y el lunes hizo frío. A 9 hice la cabeza que está bajo la figura...". En realidad, bastan estos tres renglones, que nos hablan de comida, clima y trabajo, para resumir el contenido de este Diario, escrito mientras pintaba el coro de la iglesia de San Lorenzo, entre 1554 y 1556, y que ahora ha sido publicado en nuestra lengua con una edición a cargo de Francisco Jarauta (Arquilectura). En castellano, tan severamente trascendental, se usa la expresión de hablar o escribir "sobre el tiempo y las flores" cuando la locuacidad de alguien se pierde por lo circunstancial, lo cual, en primera y superficial lectura, cuadra al prolijo texto de este artista toscano, uno de los más precoces heraldos del manierismo y con merecida fama de neurótico. Esta impresión se acrecienta, si se compara el Diario de Pontormo, con la vibrante y muy entretenida autobiografía de su compatriota y casi coetáneo Benvenuto Cellini (1500-1571), que se supone redactada en la misma década de 1550, y cuando éste, como aquél, había ya alcanzado la madura edad de la cincuentena. Ciertamente, a pesar de pertenecer ambos a la misma generación, tierra y escuela, no puede haber personalidades más antitéticas: el uno, Pontormo, controvertido e hipocondriaco, y el otro, Cellini, extrovertido, hiperactivo y paranoide, pero, más allá de las peculiaridades psicológicas, nos encontramos con dos formas de autorreflexión biográfica, cuando se estaba perfilando el género dentro de esas coordenadas modernas de exaltación subjetiva.
La obsesiva recurrencia por anotar la cantidad, la calidad y el efecto de la ingesta alimenticia, el efecto del clima sobre los humores físicos y psíquicos, la puntual relación de las visitas del selectivo círculo de amigos y el día a día del trabajo para la decoración, hoy perdida, de una iglesia florentina, convierten este Diario de Pontormo más bien en una especie de dietario, que es su variante forense y comercial. No obstante, si se ahonda, no sólo desde un punto de vista erudito, esta primera impresión puede resultar engañosa, porque esta preocupación tan pronunciadamente fisiológica sobre la salud nos revela paradójicamente un talante, en efecto, ensimismado en extremo y esa zozobra moral por las cosas del cuerpo, que afecta, sobre todo, a los genios volcados a la exagerada introspección. En este sentido, si la autobiografía de Cellini se parece a una novela de aventuras, adelantándose un par de siglos a la que escribió el muy aventurero Casanova, el Diario de Pontormo podría haberse parecido al que no escribió como tal Nietzsche.
El laconismo sentencioso y el ansia por transcribir las minucias físicas del quehacer cotidiano, según este segundo modelo, no está sólo justificado porque sus autores creyesen que ya se habían expresado suficiente en la realización de sus respectivas obras plástica o literaria, restándoles sólo por anotar lo circunstancial, sino por la exacerbación conceptual de su arte, tan, en efecto, mental y espiritualizado, que pende de un hilo corporal. De esta manera, tras releer esta nueva versión castellana del Diario de Pontormo he apreciado como nunca la relación de éste con Duchamp; o sea: la historia del arte moderno, que no deja para la cotidianidad sino el ajedrez y las coles.
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