"Como decimos allá, Alcorcón es un buen vividero"
Los inmigrantes de la ciudad madrileña aseguran que hasta los disturbios del pasado fin de semana no habían sufrido racismo
Cuando la anciana entra en el vagón, ya no queda ni un asiento libre. En un extremo, sentados frente a frente, dos muchachos con la estética típica de las bandas latinas -gorra del revés, camiseta de baloncesto, tatuajes infinitos- hablan casi a gritos, sabiéndose protegidos por su jerga indescifrable. El resto de los pasajeros hace como que no oye, como que no ve, hasta que uno de los jóvenes de piel oscura se levanta y se dirige hacia donde el traqueteo del metro ya está castigando a la anciana. Bajo la mirada de todos los pasajeros, el muchacho latino toca un hombro de la mujer, señala el asiento que él acaba de dejar libre y le dice suavemente:
- Señora, puede sentarse.
Luis Ortiz sonríe con la anécdota. Si alguien en Alcorcón conoce bien a esos jóvenes capaces de provocar el terror entre sus colegas del barrio y luego montarse en el metro y dar una lección de urbanidad es él. En parte porque él también nació aquí, en uno de los bloques de Torres Bellas, el barrio donde el pasado viernes, y por motivos que aún no están del todo aclarados, varios jóvenes de distintas nacionalidades iniciaron una refriega que dejó varios heridos y la sospecha de un trasfondo racista. Pero, sobre todo, porque Luis, que tiene 25 años, lleva desde los 17 mediando para que sus vecinos más jóvenes y más problemáticos, muchos de ellos inmigrantes, solucionen sus conflictos hablando y no con sus navajas.
"A los hijos de los actuales inmigrantes les falta la red familiar que tuvimos nosotros"
El choque de niveles educativos hace que algunos niños busquen su identidad a guantazos
"Yo bajaba a esa plaza", y señala Luis el lugar donde el sábado corrió la sangre, "y cada uno de los vecinos de esos bloques sabía mi nombre y yo también sabía el suyo. Y eso generaba una red social que se está perdiendo. Los vecinos de entonces, muchos de ellos emigrantes como mis padres, alcanzaron un nivel de vida que les permitió irse de aquí -la mayoría a viviendas unifamiliares donde se hace la vida sin bajar a la calle- y ahora son los inmigrantes los que bajan a la calle y hacen el estilo de vida que nosotros hacíamos antes, pero hay una gran diferencia".
Luis señala, a modo de explicación, los balcones vacíos. "Ya nadie mira a los niños que juegan en la plaza, porque sus padres están trabajando 13 horas al día para mandar dinero a sus países y también para que sus hijos tengan una PlayStation o unas Nike, que es la manera actual de no sentirse desplazado, de ser como los niños españoles. Y es ahí, en esa soledad, donde empiezan los conflictos".
Habla Luis de los "niños llave", chavales que desde los seis años tienen la responsabilidad de llevar la llave de sus casas al cuello, de no perderla, de hacer los deberes solos porque a su madre todavía le quedan muchos metros de oficina que limpiar, de calentarse la comida al microondas, de cenar frente a la televisión, de dormirse sin un beso de buenas noches. "Lo que me da más pena", se emociona el mediador social, "es que hay gente sencilla como yo, que soy hijo de emigrantes andaluces que vinieron a Madrid, que ven a esos chavales solos y no se acuerdan de que cuando nuestros padres no podían darnos de comer te daba tu abuela o una vecina; de que nosotros teníamos una red familiar que a ellos les falta".
Carmen es profesora de inglés en uno de los colegios donde esos niños luchan por ser como los demás. Centros que, como el Galileo Galilei de Alcorcón, reúnen en sus clases a alumnos de 18 nacionalidades distintas. Carmen recuerda con amargura el día aquel que le preguntó a uno de esos jóvenes, de 14 años y origen latino, por sus conocimientos de inglés. "El muchacho", recuerda la profesora, "me respondió: 'Yo me sé unos verbitos irregulares que estudié en mi país'. ¿Cómo decirle que sus nuevos compañeros llevaban ya nueve años estudiando inglés y que alguno de ellos incluso ya había pasado algún verano en Inglaterra? Nuestro sistema educativo no está preparado para la avalancha de chavales en condiciones precarias que nos vienen y que no somos capaces de integrar. Porque juntarlos en una clase con chicos que están a años luz de conocimientos es una forma de llamarlos tontos, de marginarlos. ¿Y qué hacen? Exactamente lo mismo que los torpes en nuestra época. Buscar su sitio haciéndose malos malísimos, bajarse a la plaza y buscar su identidad a guantazos...".
El miércoles, Luis paseaba por las calles de Alcorcón saludando a los chavales difíciles de las capuchas. "Qué pasa, loco, cómo te va". La conversación, antes o después, desembocaba en el mismo sitio. Los sucesos del pasado fin de semana los tienen indignados. "Si algo no es Alcorcón", dice un menor de origen marroquí y una pinta para salir corriendo, "es racista. Y si no te lo crees, míranos a nosotros". La pandilla, en efecto, está formada por dos chicas españolas, un marroquí y dos subsaharianos. Todos dicen conocer a dos de los detenidos, a los que llaman por sus apodos -El Bolivia y El Contragolpe- y juran y perjuran que tampoco ellos, si intervinieron en la refriega, lo hicieron por motivos racistas. "Sí es verdad", admiten, "que a veces hemos tenido peleas con unos latinos porque estaban cobrándoles a nuestros hermanos pequeños por jugar en las canchas, pero eso lo arreglamos hace tiempo. Son peleas normales, pero no racistas".
Si algo ha conseguido la sospecha ha sido unir como una piña a dos sectores naturalmente enfrentados. Los concejales socialistas que gobiernan Alcorcón desde hace tres años y medio no entienden cómo su ciudad -de 162.000 habitantes- puede estar bajo el foco de la sospecha. Es un dato incuestionable que en pocos lugares se ha hecho tanto por prevenir situaciones así. Lo demuestran con un torrente de datos, pero es el psicólogo colombiano Sergio Montoya, presidente de la asociación Otra mano otro corazón, quien mejor expresa la situación. "Yo estoy convencido de que en Alcorcón no hay racismo ni xenofobia, que nuestro corazón está sano. Pero los sucesos del otro día han sido como un pinchazo, como un aviso de infarto. Estaríamos locos si no le prestáramos atención, pero en ningún otro sitio hay más medios para salir de esta situación con éxito. Es como si nos hubiera dado el infarto en medio de un hospital. Como se dice allá en mi país, Alcorcón es un buen vividero".
Existe un miedo general en la ciudad a que los sucesos del pasado fin de semana se puedan repetir el sábado, cuando asociaciones de tinte fascista han convocado una manifestación para defender Alcorcón de los inmigrantes. La dominicana Argentina, que trabaja de peluquera, dice que ella nunca notó miradas racistas, pero teme que ahora todo cambie. No obstante, se consuela con un refrán de su país: "Guerra avisada no mata soldados".
Luis, el mediador, vuelve a sonreír y cruza los dedos para que Argentina acierte. "Llevamos mucho tiempo trabajando para que no sucedan brotes racistas ni xenófobos y ahora es como un retroceso en nuestro trabajo. Vamos a tener que volver a trabajar de manera preventiva con los jóvenes, a hablarles de la interculturalidad, de la convivencia, de la tolerancia, del respeto al otro... El problema es que cuando Alcorcón vuelva a la normalidad, las cámaras ya no estarán aquí".
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