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Columna
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Suicidio

Entrevistado en la televisión, el organizador de un evento participativo declara: "Aquí cada uno expresa su ADN". Quizá es una frase al uso, pero yo no la conocía, y me hace pensar que la ciencia invade el campo semiótico, o el de la mitología cotidiana: un signo de los tiempos.

En un terreno distinto, el suicidio asistido de una enferma llamada Madeleine da lugar a una extensa información dominada por la compasión y la incertidumbre. Frente a un hecho que se describe en dos frases pero que reclama una atención proporcional a su calado, las crónicas se esparcen sin entrar en materia, preocupadas por sortear el morbo, la cursilería y la moralina.

El suicidio goza de gran prestigio en todas las culturas. La narrativa eclesiástica es un catálogo de mártires gozosos, y los suicidios patrióticos son el sustento de toda epopeya nacional. "Viva la muerte" es un grito que denota valor, y un desprecio a la vida comprensible si hay que compartirla con Millán Astray. Muchos dramas y óperas acaban con el suicidio de casi todo el elenco, a menudo motivado por la necesidad de resolver el embrollo argumental. Y a partir de Werther, el romanticismo incorpora el suicidio por motivos amorosos o psicológicos, o por simple desesperación.

Esta escenografía, sin embargo, se desvanece ante el suicidio meditado y decidido no por hastío de la vida, sino al contrario: por no poder vivirla a causa del dolor, de la incapacidad física o mental o del abismo de la depresión. A diferencia de los enumerados más arriba, esta muerte no es gloriosa ni espectacular. Es la fría constatación científica de que existe el infierno sin necesidad de recurrir a la coreografía gótica. Por eso nos inquieta, por lo que tiene de real y próximo, y pedimos a la medicina y a la ley que reglamenten la cuestión, aunque la casuística es tan variada que salvo unos principios generales, es muy difícil establecer normas de aplicación general.

La ciencia suple al mito, como ya he dicho. De pequeño me dijeron que los niños venían de París. A mi edad ya puedo prescindir de esta fantasía, pero me gustaría creer que los muertos vuelven a París. No sé qué le parecería esto al alcalde de París, pero no importa: no es una idea engendrada por la lógica, sino por mi ADN particular.

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