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Columna
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De los fogones a la 'kultura'

Durante las semanas del trasiego de año, los madrileños hemos adquirimos inevitables suplementos de colesterol y grasas que algún día nos llevarán a la tumba, aunque, bien mirado, no es el peor de los tránsitos. Para que nos sean propicios brindamos a los dioses la máxima ofrenda, la de nuestro equilibrio saludable, y nos pusimos morados de embutidos y, en una tasa que desorientaría a cualquier aplicado estadístico, de marisco, cuyo precio no arredra a los consumidores del amplio espectro social y económico en el que nos desenvolvemos.

¡Al diablo la hipoteca, los préstamos, las previsiones del porvenir! Pienso que todo ese alegre desorden e insensatez rescata a los ciudadanos de las penurias y cálculos que nos ocupan en esta empinada cuesta de enero.

La cultura ya no es el conjunto, más o menos armónico, de conocimientos, sino que se ha banalizado

Fuimos de festejo en festejo, almuerzos amistosos, cenas familiares, merendolas con la gente menuda, iluminados con la ilusión de que nos iba a tocar el gordo y superando la general decepción cuando rompemos en cachitos los décimos y participaciones sobre los que habíamos depositado parte del futuro próximo. Por una irracional represalia colérica hace años que no juego un céntimo en el sorteo de El Niño.

Algunas cosas han cambiado en los últimos años, de forma imperceptible y sorprendente cuando las echamos de menos. Ahora se generalizan las cenas y almuerzos de empresa, los de negocios, exacerbada la generosidad patronal que se recrea en la hipótesis de que las cosas van moderadamente bien, pero sin apartar un ojo de la cuenta de resultados y de las posibles y fatídicas incursiones de Hacienda.

Por un lado, desterramos oficial y oficiosamente viejas tradiciones, para sustituirlas por otras a las que no acabamos de acostumbrarnos y nos sientan como un traje varias tallas mayor o menor que la idónea. Se odia institucionalmente lo que represente a Estados Unidos, pero cada vez nos hundimos más en el remedo de sus hábitos. Ahí tuvimos, haciendo el indio, a los niños, la noche de Halloween, sin saber por qué se disfrazan, por qué piden caramelos, por qué deberían reírse afectuosamente de los muertos. Luego llegó Santa Claus y su trineo hiperbóreo, cuyos renos sólo hemos visto en el parque zoológico. Y Papá Noel, su otro yo, el colega, socio o competidor, restándole protagonismo y atractivo a los Reyes Magos, que bajan por la chimenea cuando, en nuestro pasado cercano, debería surgir entre las cenizas del brasero. Confío en que los niños españoles sean debidamente informados acerca de estos personajes y hábitos, imagino que a través de la asignatura de educación ciudadana o como se llame. Al menos para que sepan por qué se ponen contentos.

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Se generalizan, decimos, las cuchipandas laborales, la forzada confraternización entre los jefazos y los empleados. Si los manjares son de cierta calidad, suele alcanzarse la más amorosa coexistencia en el seno del campo de trabajo. Todo eso contribuye a robustecer una estupidez tan generalizada que ya se tiene por cuestión indiscutible: la cultura gastronómica. Poco temería, quien habló de ella la primera vez, que se iba a fragmentar hasta porciones microscópicas y que, en este y otros ámbitos, el concepto cultura se multiplicaría y degradaría tanto. Ahora podemos tener cultura del gazpacho, de la angula, del cocido a la madrileña, del queso genérico y específico, de la fabada, del requesón de Miraflores, la paella o el pescaíto frito. En el universo del bebercio, la cultura del vino se atomiza en cualquier caldo y da la impresión de que puede considerarse persona culta a la que se agarra un tablón procedente de determinados viñedos.

Aquella aristócrata francesa observó, camino de la guillotina, que se cometían muchos crímenes en nombre de la libertad, y ahora, en tono menor, podemos lamentarnos de la devaluación de la cultura, desmigada en conceptos que nada tienen que ver con ella. Es la pérdida del sentido etimológico y la impunidad de las comisiones de festejos lo que vulgariza algo que, en su propia esencia, es reducido, estricto, minoritario.

Está bien que la educación, el estudio, esté al alcance de todos, y la enseñanza primaria debe ser inflexiblemente obligatoria, pero a la pobre cultura, trofeo lejano, deseable y difícil de conquistar, la estamos dejando a la altura del betún. Ahora caigo en que, para millones de jóvenes la palabra betún, el concepto betún, la caja de betún es algo que carece de significado, porque abrillantar los zapatos ha caído en desuso ante el creciente dominio de la zapatilla deportiva.

La cultura ya no es el conjunto, más o menos armónico, de conocimientos, sino que se ha banalizado adoptando una agresiva letra k, propia del idioma tudesco, que en español la vulgariza y atocina. Gocen de la kultura del botellón, de la cultura okupa, del estreñimiento de la sabiduría más modesta. ¡Viva la jerga vernákula!

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