La prueba
Rajoy ha optado por la destrucción del adversario por encima de cualquier otra cosa.
DECÍA EDGAR FAURE que un político sólo es creíble después de superar la primera derrota. González, Aznar y Pujol, por ejemplo, pasaron esta prueba antes de gobernar. Zapatero no sólo no tiene experiencia de perder, sino que la rapidez con la que saltó de secretario general de su partido, elegido por los pelos, a presidente del Gobierno hizo que se desplegara el mito del hombre con suerte. Pero la suerte es estadística. Y Zapatero llevaba un balance demasiado desequilibrado. Tarde o temprano, la suerte debía torcerse. De modo que la prueba de Zapatero no será, de momento, una derrota electoral, sino la crisis de confianza provocada por el fracaso de su principal apuesta política.
Ante el desconcierto evidente en que el atentado sumió a Zapatero, la oposición tenía una indudable oportunidad de tomar la iniciativa. Contaba a su favor que sus negros augurios sobre la tregua se habían cumplido. Figuraba en su contra el uso partidista de un tema como el terrorismo, hasta el punto de que ha cundido la sensación de que para el PP era más importante el fracaso del Gobierno que el fin de la violencia. Mariano Rajoy tenía dos opciones: aprovechar el momento de debilidad de Zapatero para tratar de hacerse con el liderazgo del proceso, asumiendo un amplio consenso y tratando de marcar los pasos a seguir, o apuntarse al nihilismo aznarista, a la estrategia que pone la destrucción del adversario por encima de cualquier otra cosa, con el riesgo de quedarse solo contra todos.
Mariano Rajoy ha optado por lo segundo. Hay rasgos del aznarismo -cuyas raíces podríamos encontrar en el pasado hispánico- que forman parte del código genético del PP. Rajoy ha derrumbado en esta historia un mito tan frágil como la suerte de Zapatero: su moderación. Rajoy ha preferido enfrentarse con todo el mundo, aun a riesgo de correr en el futuro la misma suerte que Artur Mas: ganar unas elecciones y no poder gobernar. Y, sobre todo, como ya revelan algunas encuestas, al precio de transmitir al electorado serias dudas sobre su sentido de la responsabilidad. Sus cinco condiciones para el pacto revelan una idea de sumisión del poder judicial al poder político que curiosamente encontramos también en los lamentos de los dirigentes de Batasuna. Rajoy no ha querido o no ha podido escapar al carácter rudo del PP -personalizado en el rostro de Acebes, permanentemente enfurecido con el mundo entero- y se ha dejado llevar además por otro mito de la democracia española desde la caída de Suárez: que la alternancia sólo es posible por demolición del adversario. A ello se aplica sin regatear esfuerzos el líder de la oposición. Y la desmesura es tal que corre el riesgo de acabar demoliéndose a sí mismo. Mariano Rajoy, a diferencia de Zapatero, ha tenido ya la oportunidad de pasar la prueba de la derrota. De momento, su afección al resentimiento le impide obtener una nota alta. Sólo así puede entenderse el desprecio público por su adversario, que le lleva a olvidar que más de diez millones de personas votaron a tan desdeñable personaje. En la sociedad de la televisión, la escalada en la agresividad tiene un umbral catastrófico a partir del cual revierte contra el que la ejerce.
Zapatero encara la prueba de su primer fracaso importante con una enfurecida oposición enfrente. Zapatero, sin duda, se equivocó al no dar, desde el principio, pasos para la integración del PP en el proceso. Probablemente se mezclaron en su cabeza dos ideas un poco ingenuas: la primera, que el PP se vería obligado a seguir al Gobierno en la tregua porque la opinión pública no entendería lo contrario; la segunda, que había una posibilidad de aislar al PP y dejarlo fuera de juego por muchos años. El aislamiento en política es siempre coyuntural y en función de las cuotas de poder para repartir que uno tiene. Pero el PP ha optado definitivamente por tratar el asunto "como un hincha futbolero", para decirlo como el Financial Times. Y ésta es la principal baza de Zapatero. Pero para pasar con éxito su gran prueba necesita por lo menos conseguir tres cosas: que la agenda política se amplíe, es decir, que nuevas iniciativas del Gobierno hagan que no sea el terrorismo tema monográfico del resto de la legislatura; que la mayoría que apoya al Gobierno en este trance se consolide y no se produzcan disensiones en las cuestiones básicas, y que los hechos demuestren -en la línea de la confusión reinante en el mundo abertzale- que, con o sin tregua, el proyecto de ETA es políticamente inviable, porque casi todo el mundo en el País Vasco había descontado ya el fin de la violencia.
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