Crónica del pescador de la avenida marginal
Ninguna felicidad se parece a otra. Y las formas de concebirla, anhelarla, buscarla y expresarla son diferentes. Como la de un hombre de 43 años que no entiende cómo alguien quiere ser feliz con él, si él es un tipo aburrido, que apenas habla, no le gusta convivir con nadie, ni expresar nada. Sólo le gusta pescar los fines de semana por la noche. ¿Y así, que felicidad le espera a alguien junto a él?
Me apetece, fíjate, regalarte flores. No te las regalo. Abrazarte. No te abrazo
Cómo se te ocurre querer ser feliz conmigo, nadie es feliz conmigo, soy un aburrido. No me gusta convivir, no me gusta salir, no me gusta el cine, no me gusta la playa, ni siquiera me gusta cenar fuera, me gusta quedarme en mi rincón y que no hablen conmigo. ¿Qué rayos de felicidad podría darte? ¿Que te quedaras también en un rincón, aburriéndote? Además no me fijo en las fechas: en tu cumpleaños, en el mío, en el día en que nos conocimos y por lo tanto no regalo flores, no doy besos, no doy abrazos, no celebro nada, no te dejo con lágrimas en los ojos, conmovida, poniendo rosas en los jarrones. Me gusta pescar. Los viernes por la noche me voy con los aparejos a la Marginal y me quedo allí hasta la madrugada. Y los sábados. Y los domingos. No me importan los faros de los coches. No me importa el olor del río. Creo que no me importan los peces. Pensándolo bien, tal vez ni me guste pescar: me gusta sentarme en la muralla a ver las luces de Almada que se reflejan temblando en el agua negra. ¿Cómo podían interesarte las luces temblorosas de Almada? Me hacen recordar a los ojos exactamente en el instante de las lágrimas, que vacilan. Tal vez me interesan las luces porque nunca lloro. Y no entiendo cómo se te ocurre ser feliz conmigo. Trabajamos en el mismo sitio. Me ves todos los días. Almorzamos con los compañeros en la cantina. Casi nunca hablo. Digo
-Pues sí
de vez en cuando para que no me consideren maleducado. Ceno en casa con mi padre. Mi padre tampoco habla casi nunca: si el silencio se prolonga demasiado tiempo nos decimos
-Pues sí
el uno al otro y seguimos pelando la fruta. Mi padre no se saca la pipa de la boca ni siquiera cuando mastica: se mete la comida por el otro lado de la boca, soltando volutas de humo. Si llegase a morir seguro que no podrían quitársela de la barbilla. Le dije
-No hay quien cierre el ataúd con usted así
a él se le ocurrió que un agujerito en la tapa, junto al crucifijo, resolvía la cuestión, y de tiempo en tiempo una voluta de humo subiría desde la lápida. Sólo tengo que dejarle dos o tres paquetes en los bolsillos para cuando no haya más que ceniza dentro del hornillo. De cualquier manera, el día en que eso ocurra va a temblar en el agua el reflejo de las luces de Almada.
Para ser sincero, creo que no quiero ser feliz contigo por culpa del reflejo. Imagíname, si tú te marchases, sentado en la muralla con los ojos exactamente en el instante de las lágrimas, vacilando: mil veces estar en un rincón y que no hablen conmigo, mil veces la pipa de mi padre
-Pues sí
y yo
-Pues sí
de vuelta. Hay cosas que no se aguantan a partir de cierta edad y yo cumplí cuarenta y tres años en marzo. Cuarenta y tres, aunque uno no lo reconozca, es un montón de años. Se fue mi madre, se fue mi tía por parte de mi madre, que vivía con nosotros, mi hermano, a la semana siguiente de que lo dejara su esposa, se abrazó a un tren en Algés: quedó un zapato, un pedacito de pantalón, el suéter con sangre a veinte metros de la vía, una de las patillas de las gafas. (Era miope, tropezaba con los muebles sin querer). ¿Se habrá abrazado a propósito al tren? Durante semanas, después de eso, la pipa de mi padre más rápida y ninguno de nosotros
-Pues sí
pelando mudos la fruta, con el maldito cuchillo fallando, fallando. Tardó en llegar a cortar el melocotón de nuevo. Tenemos la patilla de las gafas en el cajón de las bombillas fundidas y de las llaves antiguas, que no sé para qué puertas servían. Tal vez se pudiese abrir el
-Pues sí
con ellas y dentro del
-Pues sí
mi hermano que aseguró avanzando hacia el tren
-Ya vuelvo
y volvió hecho pedazos
(algunos pedazos)
con un modelo para armar al que le faltaba la mitad de las piezas, mientras que la pipa seguía echando volutas. Fue el único momento en que me apeteció fumar. Mi cuñada rehizo su vida, desapareció. Vive en España, me contaron, con un empleado bancario. Al volver de pescar no llevo pescados en la cesta, los echo de vuelta al Tajo. Esto antes de la mañana, minutos antes de la mañana, con miedo a que se apaguen las luces de Almada. No me abrazo al tren que va a Lisboa, voy dentro de él con los aparejos a mi lado. Ni un perro en la calle excepto uno de esos cachorros vagabundos que no se interesan por mí, con el hocico a ras de la acera, murmurando. Noto que mi padre se vuelve en la cama. Que el grifo de un primer vecino comienza a gotear, el que se levanta temprano para ir a correr al parque con una expresión al borde del infarto o del orgasmo. Al verme en el espejo, mi expresión cambia en un santiamén como los números de los relojes digitales donde soy un montón de ceros. No creo que seas feliz con un montón de ceros, aburriéndote también en un rincón. Si me preguntas si te quiero te digo que sí. O sea te diría que sí en el caso de que la patilla de las gafas no estuviese en el cajón de las bombillas fundidas y de las llaves antiguas. Pero está. Por tanto, a lo sumo puedo decir
-Pues sí
y pensar en otra cosa. Me da pena. Palabra de honor que me da una pena enorme y el cuchillo, desmañado, vuelve a fallar con el melocotón. Me apetece, fíjate, regalarte flores. No te las regalo. Abrazarte. No te abrazo. Fijarme en las fechas. No me fijo en ellas. Me quedo aquí con las manos sobre las rodillas. Y, como no me gusta salir, si me invitas a tu boda, discúlpame, pero no voy a ir. Participo en el obsequio de los compañeros de trabajo
-Faltas tú, Guedes
y me quedo reflejado en el tablero de agua negra del escritorio, temblando.
Traducción de Mario Merlino.
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