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Columna
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CDC entre interrogantes

Cuando, en los primeros días del pasado mes de noviembre, Esquerra Republicana (ERC) decidió de forma inusualmente rápida establecer un nuevo pacto de legislatura con el Partit dels Socialistes (PSC) e Iniciativa, ello introdujo una mutación muy importante en la política catalana. Desde una década atrás, las relaciones entre las dos opciones nacionalistas -Convergència i Unió (CiU) y Esquerra- se habían caracterizado por un toma y daca de desaires mutuos, siempre con la vista puesta en el pospujolismo. En 1995-1996, y con mayor claridad en 1999, CiU rechazó la disponibilidad de ERC a una alianza parlamentaria y de gobierno prefiriendo el intercambio de apoyos con el PP; Jordi Pujol no quería complicarse la recta final de un largo reinado, y a su coalición se le erizaba el vello ante la hipótesis de un Carod Rovira sentado a la mesa de los albaceas o los herederos del legado pujolista. Ante el empate del otoño de 2003, los dirigentes de Esquerra pensaron que, si hacían presidente a Artur Mas, éste se instalaría en el cargo por otro veintenio, y prefirieron coronar a un Pasqual Maragall ya en trayectoria política y vital descendente. Hasta aquí, la partida se hallaba en tablas. Y, de hecho, los portavoces republicanos usaron esta imagen -CiU les había dado calabazas en 1999, ellos se las devolvieron en 2003, luego estaban en paz- para subrayar, antes del 1 de noviembre, que Esquerra no tenía compromisos prefijados con ningún partner.

Sin embargo, la celeridad y el contenido con los que se fraguó la actual Entesa han evidenciado que, si el tripartito fue tal vez para ERC una apuesta táctica en 2003, se ha transformado de cara al cuatrienio 2006- 2010 y sucesivos en una opción estratégica. Con el argumento de que no existe hoy por hoy una mayoría social soberanista o independentista -lo cual es tan cierto ahora como en cualquier momento anterior desde las Bases de Manresa de 1892-, la cúpula de Esquerra resolvió instalarse en el eje izquierdas-derechas y abandonar o congelar la bipolaridad catalanismo-españolismo. A partir de ese momento desaparecía uno de los rasgos más singulares de la política catalana del último cuarto de siglo: la posibilidad de las mayorías parlamentarias de geometría variable, un día vertebradas por el antagonismo entre conservadores y progresistas, y al otro por la dialéctica entre centrífugos y centrípetos.

Es fácil entender que tal cambio de escenario afecta e interpela principalmente a CiU. En efecto, si de hoy en adelante no caben en Cataluña más mayorías de gobierno que las de matriz ideológico-social (de derechas o de izquierdas); si, como señalan tantos indicios, una mayoría basada en la sensibilidad identitaria común, en una misma idea de país, resulta inimaginable por mucho tiempo o para siempre, entonces CiU no parece tener ante sí más que dos caminos para recuperar el poder: o conseguir la mayoría absoluta -cosa harto difícil en un sistema proporcional con seis fuerzas parlamentarias-, o pactar con el PP.

Viéndolo así, Josep Piqué ha saltado sobre la oportunidad y lleva varias semanas restregando en las narices de los convergentes el célebre compromiso notarial que éstos contrajeron el pasado otoño, mientras les advierte que, de persistir en el rechazo hacia el PP, comerán el duro pan de la oposición por el resto de sus días. Pero el problema no es la visita al notario, ni tampoco que -como insinuaba Josep Maria Pelegrí el otro día- CiU aborde acomplejada o llena de prejuicios un eventual acuerdo con el Partido Popular, ya sea en Madrid o en Barcelona. El problema es que el discurso y las actitudes del PP español -esta semana hemos tenido de ello otro notable muestrario- suscitan en Cataluña la aversión visceral de más del 80% de la ciudadanía. El problema es que sí, desde luego, el catalanismo del PSC puede ser discutible, o tibio, y las prestaciones lingüísticas del presidente Montilla limitadas; pero eso poco tiene que ver con la imagen que el PPC arrastra, imagen -y actuación- de "policía indígena" al servicio de la derecha española más rancia, unitarista y catalanofóbica. Para una fuerza nacionalista catalana, pactar con el PSC conlleva riesgos y puede tener costes; hacerlo con el PPC sigue siendo, a día de hoy, suicida.

¿Entonces? Cabe la posibilidad, aunque remota, de que el Partido Popular termine por cambiar, sobre todo si los resultados electorales le empujasen en tal sentido; pero yo no confiaría demasiado en ello. Convergència i Unió puede también intentar el retorno a la Generalitat dando un rodeo por el Manzanares; es la hoja de ruta esbozada por Artur Mas en la Moncloa hace ahora justo un año, la que últimamente reivindica con vehemencia Josep Antoni Duran Lleida -"CiU debe jugar la carta de gobernar en España aunque no lo haga en Cataluña"- y con la que coquetea Zapatero cuando se ve apurado. El punto débil de ese escenario es que la federación nacionalista acudiría a él sin controlar tiempos ni formas, y su atractivo son las interesantes preguntas que abre: ¿soportaría el PSC sin tensiones ni grietas tener a los convergentes de oposición en Cataluña y de coéquipiers en Madrid? ¿Se atreverían quienes han hecho presidente a Montilla a criticar que CiU tuviese ministros? ¿Con qué reproche, el de la ambición por la poltrona...?

Existe, no obstante, otra variable que puede modificar las anteriores e incidir muy negativamente sobre el clima político catalán, y es la tentación de las izquierdas gobernantes de acaparar el poder en todos los niveles de la Administración. Con vistas a las municipales de mayo, el PSC ya ha anunciado que aspira a trasladar el tripartito a las tres diputaciones menores y a todos los ayuntamientos donde sea aritméticamente posible, en detrimento de CiU. ¿Será preciso recordar a nuestra clase política que la democracia es un juego de equilibrios, no de monopolios, oligopolios ni exclusiones?

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