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Columna
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Abandonados

Cuando los niños van creciendo y ya no se conforman con esos peluches bobos que sólo gimen si se les presiona un botón situado estratégicamente en el centro del pecho, comienzan a apreciar mascotas más complicadas, que además de jugar y extraviarse y acumular porquería por debajo del sillón exigen que se les alimente y abandonan incómodas cosas pardas en el umbral del bloque, ante la mirada teñida de reprobación del vecino de abajo. La adquisición del perro puede obedecer también a otros motivos: es idónea, por ejemplo, para suplir a esa pareja que se ha marchado de casa después de enamorarse de un monitor de gimnasia, y sirve para reemplazar, con sus peticiones de albóndigas deshidratadas o su búsqueda de una mano que le acaricie el sendero entre el hocico y las orejas, ese mercadeo de roces, besos y diminutivos sobre el que antes se cimentaba la vida en común. Pero el mundo cambia, los años pasan como en la estrofa de un tango y al cabo ese autómata peludo que amenizaba los pasillos con sus carreras y jadeos se vuelve un intruso molesto: los niños se pasan traicioneramente a la informática colocando juegos y teclado por encima de los ojos humedecidos que suplican que les arrojen una pelota, llega una nueva mujer más tajante y menos ensimismada que la anterior que no halla lugar para sus abrigos en el fondo del armario y que protesta con adjetivos tal vez malsonantes cada vez que pisa ovillos de pelo seco en los rincones de la salita. Entonces se acerca el momento más difícil, la encrucijada, la obligación de optar entre la cobardía y el alivio o una fidelidad que resulta pesada como una novela encuadernada en piel; el cariño, convertido en un resquemor, nos prohíbe pensar en inyecciones o en venenos del color del fósforo, el sentido común aconseja abreviar la situación cuanto antes. Y el animal que compartió el ascenso de los terraplenes en el descampado de al lado o esas horas sin salida en que la memoria se atasca como una mucosidad acaba abandonado en una gasolinera, en el arcén de una carretera secundaria, mientras contempla sin sospecha ni odio el coche que se aleja hacia un futuro sin él.

En cuanto al coche, qué decir de ese coche que se aleja. También él irrumpió en nuestra vida en un momento de grandes vértigos y grandes esperanzas, cuando el ascenso en la oficina parecía sugerir una carrocería mejor cromada o el embarazo por sorpresa volvía insuficiente el escueto asiento de atrás. También a él lo mimamos como a la mascota que fue durante años, los años dorados que en las fotografías siempre salen sobreexpuestos y conservan un color de membrillo, reservamos los domingos de verano para acariciar su techumbre con una bayeta empapada en jabón y sacamos al suegro y los amigos de casa con la intención de que comprobaran qué bien lucían sus guardabarros junto a la acera. En ese coche, rodando por una autopista nocturna, reparamos alguna vez con júbilo y estupor en que la vida no está tan mal después de todo; en ese coche el niño mayor pronunció papá por vez primera y tuvieron lugar conversaciones que con el tiempo lamentamos no haber preservado en una grabadora. Luego, también, el motor se vuelve viejo y las llantas se cubren de barro, la lealtad vuelve a flaquear en el fondo del corazón y se repite la encrucijada. La solución, en este caso, toma forma en una esquina casi desierta del centro, en una plaza de aparcamiento cubierta de manchas de óxido y que hasta ayer no reclamaba más que un contenedor de escombros. Cuando me he enterado de que el Ayuntamiento de Sevilla estima en más de 2.000 el número de vehículos abandonados que se pudren en las calles de la capital, esperando a un dueño que no debe regresar, me he acordado de todos los perros, de todos los otros miles de mascotas que aguardan la vejez y el cese en las carreteras del mundo: de las vidas compartidas, los recuerdos ajados, la ilusión y el júbilo que se condenan a la basura como trastos viejos cuando la vida, que no conoce de misericordia, trae regalos nuevos. Y me he dado cuenta de por qué la lealtad, a los hombres, a los animales, a las cosas, es un bien que se vende a un precio tan alto: porque escasea más que las trufas y los combustibles fósiles.

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