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HISTORIAS DEL 'CALCIO' | Fútbol | Internacional
Columna
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Los herederos de Mulcaster

Enric González

Todo era más fácil con la esferomaquia griega o el harpastum de las legiones romanas. Pasaron más de mil años y seguía siendo fácil, fuera con los partidos carnavalescos del medioevo inglés (cientos contra cientos durante toda una jornada), con el soule francés o con el aristocrático y violento calcio florentino (27 contra 27). El asunto consistía en organizar una batalla campal en torno a un balón. Las cosas suelen ser sencillas hasta que alguien teoriza. En el caso del fútbol, el nacimiento de la teoría data de 1581. El culpable fue un extraordinario pedagogo, Richard Mulcaster, que criticó la práctica habitual, consistente, según sus propias palabras, en "amontonar a una multitud de villanos entre espinillas magulladas y piernas rotas", y sugirió algunas modificaciones: "un número inferior de jugadores, organizados en base a zonas y posiciones", con "un maestro de entrenamiento" y alguien que pudiese "valorar el juego, un juez superpartes con autoridad".

Intentan combinarlo todo y luego hacen la danza de la lluvia. A veces, llueve. A veces, no

Pasaron tres siglos antes de que la Football Association estableciera, tras unos cuantos tanteos a ciegas (como la prohibición inicial de pasar el balón hacia adelante), las primeras normas reconocibles. Luego llegaron Didí (el brasileño que enseñó al mundo a chutar), la profesionalización, el balón impermeable ligero y la globalización hipercapitalista. Pero Mulcaster había intuido lo esencial: aquel juego rudimentario podía estilizarse y evolucionar hasta convertirse en una actividad científica. La lectura de How to score (Cómo marcar), un libro del físico británico Ken Bray que combina ciencia, historia y fruición, ayuda a entender hasta qué punto el resultado de un partido de fútbol depende de factores oscuros, casi mágicos.

Cuando empieza la temporada hay ya muchas cosas seguras. Los centrocampistas de todos los equipos van a correr más o menos lo mismo, unos 10 kilómetros por partido; los porteros van a ser los jugadores que más tiempo controlarán el balón; habrá un gol cada diez remates o nueve si los delanteros son habilísimos... Lo esencial está predeterminado.

Luego, unos ganan y otros pierden y nunca se sabe realmente por qué. Quien sepa por qué va mal el Madrid, por qué renquea el Chelsea o por qué el Inter parece invencible que levante la mano. La clave, por supuesto, radica en el equipo: cuanto más colectivo el juego, mejor. Vale. El misterio, pues, se esconde en la construcción de un equipo.

Los entrenadores son como los economistas: la ciencia que acumulan sirve básicamente para explicar por qué no se cumplen sus pronósticos. Cuando sí se cumplen, cuando los proyectos cuajan y se encuentran en las manos con una formidable máquina de fútbol, algunos reaccionan con arrogancia, como Fabio Capello o José Mourinho. No es extraño: les ha salido bien una fórmula mágica y se sienten los reyes del mambo.

Otros, más lúcidos, adoptan una sonrisa melancólica. Es el caso de Roberto Mancini. Fue un futbolista rebelde y exquisito y es el tipo más elegante del calcio, posee un yate espléndido y, con sólo 42 años, dirige un Inter implacable. El equipo tradicionalmente más caótico y propenso a las neurosis se ha metamorfoseado, de un año a otro, en una fábrica de victorias de ritmo japonés. Sin embargo, Mancini habla menos que otras temporadas. Parece inmerso en un nirvana triste, como el Frank Rijkaard de los buenos tiempos.

¿Qué puede decir? Sabe lo que ha hecho y que las cosas van bien. También sabe que, habiendo hecho lo mismo, las cosas podrían ir mal. Los herederos de Mulcaster, llegado el siglo XXI, disponen de presupuestos gigantescos, bancos de datos, asesoramiento clínico y jugadores con extraordinarios recursos técnicos. Intentan combinarlo todo y luego hacen la danza de la lluvia. A veces, llueve. A veces, no.

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