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Columna
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Los maletines

El noble arte de la marroquinería vive una época de vitalidad inusitada. Extraño caso en el mundo de los oficios tradicionales, condenados a desaparecer, según se creía, bajo el imperio vertiginoso de los colmillos de la industria. La animada artesanía de la piel está desmintiendo a los profetas y a los especuladores del catastrofismo, esas gentes de melancolía iracunda que llevaban años renunciando al futuro constructivo y quejándose de la pérdida del patrimonio secular, voces enemigas siempre de las provechosas calculadoras que suman, multiplican y abren caminos por la selva de la realidad y las arenas de las playas. Pues, miren lo que son las cosas, los artículos de piel disfrutan de unos años de esplendor. Los buenos maletines se han convertido en las estrellas del mercado, sin que puedan competir con ellos ninguna de las ofertas comerciales que lanzan a la fama los productores cinematográficos, la tecnología japonesa, el gabinete de prensa de los Reyes Magos o las rebajas de enero. Junto a los maletines, además, crece la demanda de carteras y billeteras, cada vez más flexibles, con más fondos y más recovecos. Y no digamos las transformaciones sufridas en el mundo del cinturón. Si los cinturones de las ciudades se extienden con una acelerada fe urbanística, los cinturones de piel no se quedan atrás, y son ahora mucho más amplios, y con más agujeros, prestando servicios a unas barrigas que no paran de edificarse, felices de asimilar las ventajas del mundo.

Pero los maletines ejercen de reyes en los escaparates de la marroquinería, porque de su magnanimidad dependen las billeteras y los cinturones. La gente metomentodo, envidiosa y criticona, no hace más que denunciar las recalificaciones y los asaltos a los planes de ordenación urbanística. Ni siquiera los ecologistas se han detenido a pensar que no hay mal que por bien no venga, y que gracias a los favores del ladrillo se han salvado del cierre por liquidación los talleres de la piel artesanal. Da gusto oír las conversaciones nocturnas que establecen los maletines agradecidos en los escaparates. Con un poco de paciencia, afinando los sentidos de la imaginación, los paseantes ociosos pueden escuchar a los maletines, mientras comparten sus sueños y aguardan al comprador que les tiene reservado el destino. Un maletín adolescente quiere convertirse en compañero fiel de un catedrático de Universidad para llenarse de libros. Calla, calla, tú estás tonto, le responde un maletín más enterado de la vida moderna. Ni los catedráticos tienen por costumbre leer libros, ni es ese el destino más aconsejable para la condición marroquinera. Es verdad, tercia otro maletín que quiere pertenecer a un concejal honrado, de los que no se llevan el dinero a su casa, sino que lo ingresan en las arcas del partido. A mí es que me gusta la carrera política, aclara con ojos alegres, y una buena ayuda en la financiación del partido puede convertirme en diputado nacional. ¿No es un reconocimiento lindo? Pues que quieres que te diga, grita un maletín parecido a una maleta. Ya que entra uno en faena, mejor es quedarse con todo el dinero y asegurarle una buena vida a la familia. Y si es en la costa mejor, con el buen tiempo que hace, remacha un maletín chistoso y bronceado. En realidad, sentencia otro con pinta de fumador de puros, el pelotazo es ser maletín de constructor. Se gana más dinero y alcanza uno con facilidad la presidencia de cualquier club de fútbol. Será un no parar, entre fichajes y recalificaciones de terrenos deportivos. Silencio, callaros que ha llegado el jefe. ¡Huy, que pronto se ha pasado la noche! El jefe enciende la radio, y se apodera del comercio la voz indignada de un tertuliano que vaticina el final del España. ¡Están rompiendo España! ¡Los estatutos y el proceso de paz están rompiendo España! ¿Rompiendo España? ¿Es que hablan de nosotros?, pregunta un maletín adormilado. Responde un insistente ruido de excavadoras, perforadoras y sierras mecánicas que llega de las playas, los campos y las ciudades de España.

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