Conciencia ecológica y grandes empresas
Soy un padre de familia. Cuando mi hijo me asalta con recomendaciones y amenazas de tipo apocalíptico-ecológico tiendo a relativizar mucho. Quizá porque no alcanzo a ver con suficiente nitidez la relación entre mi sacrificio y el beneficio que se espera de él.
Sin embargo, a pesar de mi testarudo escepticismo, mi hijo ha logrado convertirme a este nuevo credo, el de la conciencia ecológica. Y ya, en esta línea, he procedido a cambiar las bombillas por otras de bajo consumo -por cierto, mucho más caras-; a sustituir los difusores de los grifos; a modificar el mecanismo de descarga de la cisterna del lavabo para economizar agua; a sellar bien las ventanas; a cambiar la caldera y el frigorífico por otros de mejor rendimiento, ¡mucho más caros! El lavaplatos... Estoy pensando en sustituirlo por un armario, porque su utilización flagela mi conciencia y, por otro lado, ahora necesito más espacio para los cuatro cubos de basura.
Aparte del beneficio ecológico que esperaba de la aplicación de estas medidas, pensaba obtener algún rédito económico derivado del receso en el consumo energético. Pero, ¡oh, sorpresa!, esto no es así. Las empresas suministradoras (agua, gas, electricidad, comunicaciones) ya se han dado prisa para comerse esta porción del pastel, subiendo los precios de sus tarifas con el inicio de año.
De modo que lo que yo ahorro, en aras de la preservación del ecosistema, se lo queda el gran capital. Me indigna, pero, en fin, vale, me resigno, ¡esta batalla está perdida desde el siglo XIX!
Ahora bien, ¡pero es que, cuando pienso en los esperados beneficios ecológicos de estos pequeños esfuerzos y renuncias, tampoco lo veo claro! Porque puede que mis esfuerzos por la conservación del medio ambiente no se asuman de forma efectiva por estas grandes empresas. De hecho, éstas se rigen por criterios estrictamente económicos, no ecológicos, lo que me deja al socaire de sus decisiones.
Así que, perdonadme, pero me siento un poco ingenuo, por no decir otra cosa.
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