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Columna
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El nombre de la cosa

Joan Subirats

Un mes después de constituido el nuevo Gobierno de la Generalitat, y recuperada una cierta velocidad de crucero, quisiera llamar la atención sobre la importante remodelación simbólica que parece ocultarse en los nuevos nombres adoptados en algunos departamentos del ejecutivo catalán. La acción de gobierno no es algo que simplemente sucede, sino que se construye sobre un conjunto de ideas compartidas, categorías, prácticas y decisiones organizacionales que acaban configurando y marcando esa labor gubernamental. ¿Es lo mismo que un departamento se ocupe de sanidad o de salud? ¿Da lo mismo decir que un consejero es responsable de enseñanza que de educación? Deberíamos suponer que esos cambios de denominación no son fruto del azar, sino que apuntan a caracterizaciones distintas de lo que se entiende por política sanitaria o por política educativa. Pues bien, un simple repaso de cómo han ido cambiando los nombres de los departamentos de la Generalidat desde su recuperación a finales de los setenta nos abre un universo de conjeturas y de potenciales análisis retórico-políticos.

La progresiva ampliación de tareas gubernamentales ha conducido a que en un Gobierno no haya tantos ministros como políticas. En cambio, en Nueva Zelanda (probablemente el país más innovador en el funcionamiento gubernamental), cuentan con 26 ministros que se ocupan de 72 ministerios, perfectamente diferenciados y con una lógica de trabajo transversal y temático que resulta ciertamente sugerente. En Cataluña lo cierto es que no se ha superado nunca la cifra de 16 consejerías. Esos límites obligan a agrupar políticas y a tratar de definir de manera sintética un amplio campo de trabajo. Es más fácil ser ingenioso en la denominación que integrar realmente las políticas. Hay ámbitos que no han cambiado de denominación en los más de 25 años de gobierno catalán (Justicia, Política Territorial y Obras Públicas, Gobernación, Economía y Finanzas, Cultura). Aunque no por ello han mantenido incólumes sus campos competenciales. Desde 1999, el despliegue de los Mossos ha generado la creación de Interior, y ha reforzado el carácter interadministrativo de Gobernación.

En ciertos momentos, determinados temas se incorporan a la agenda social y política y obligan a cambios gubernamentales. En 1988 se crea Medio Ambiente y Bienestar Social (que han tenido luego continuidad sustantiva, pero sobresaltos nominales y adscriptivos). En 1999 se crea Universidades, Investigación y Sociedad de la Información (hoy desaparecido). En el 2003 se incorpora un departamento de Relaciones Institucionales y Participación. Es evidente que los temas ambientales, de nuevas tecnologías o de participación ciudadana han ido adquiriendo relieve y significación en los últimos años, pero probablemente su existencia diferenciada debería entenderse como algo coyuntural. El éxito de su despliegue sería precisamente que todos los departamentos incorporaran las lógicas medioambientales y participativas en sus políticas, sin que por ello tuviera que existir un departamento diferenciado de lo verde o lo participativo.

Otro gran momento de remodelación simbólica se dio en 2003, con las sacudidas de todo tipo que supuso el nuevo Gobierno tripartito presidido por Pasqual Maragall. Como adelantábamos, Salud sustituyó a Sanidad y Educación a Enseñanza. Entendemos que no es un mero cambio semántico, sino que se pretende conceptualizar de manera distinta el objetivo de ambos departamentos, dándole un enfoque más integral y sistémico a la acción gubernamental en esos ámbitos decisivos de la sociedad catalana. Pero luego, las cosas no son tan claras, y es más fácil cambiar los nombres que las políticas. Enmendada la chapuza que significaba atribuir la formación de adultos a Bienestar Social en los memorables tiempos del conseller Antoni Comas, e incorporado ese importante campo formativo a Educación, luego los avatares del nuevo tripartito han conducido a que la educación superior emigre incomprensiblemente a otros escenarios gubernamentales.

Los distintos campos de la actividad económica han ido variando su adscripción gubernamental. Así, Trabajo, Industria, Comercio y Turismo (con ciertas apariciones de Consumo y Energía) han ido de aquí para allá, en distintas remodelaciones. La revolución conceptual ha llegado con el gobierno de José Montilla y su flamante departamento de Innovación, Universidades y Empresa que ha dejado atónitos a más de uno, a la espera de cómo acaba articulándose ese triángulo temático sin los temas de la sufrida sociedad de la información que están ahora en Gobernación. Otro caso significativo es el de Agricultura, Ganadería y Pesca que en el nuevo Gobierno ha pasado a llamarse Agricultura, Alimentación y Acción Rural, en sintonía probablemente con las nuevas orientaciones que la Unión Europea pretende dar a las políticas agrícolas.

Resulta asimismo remarcable el devenir del departamento de Bienestar Social que, después de pasar a Bienestar y Familia en el 2003, ha acabado convirtiéndose en Acción Social y Ciudadanía. En este caso (y al margen de la incongruencia de que la Secretaría de Acción Ciudadana está adscrita a Gobernación) lo significativo sería que ese nuevo rótulo permitiera avanzar en una concepción más integral de las políticas sociales, en una lógica de atención al ciclo vital de las personas que paliara la disfunción que supone la excesiva fragmentación administrativa. Finalmente, resulta más difícil tratar de entender la lógica sustantiva que se esconde tras el rótulo de Interior, Relaciones Institucionales y Participación. Es evidente que la distribución de responsabilidades entre los socios de gobierno y (suponemos) la voluntad de no incrementar el número de departamentos, genera este tipo de soluciones ad hoc, pero deberemos ver qué dinámicas internas y externas acaban marcando el desarrollo de un departamento tan significativo y con contenidos no fácilmente integrables.

La política, como tantas otras cosas en la vida, tiene fuertes cargas simbólicas. Hablamos de política y hacemos política usando ciertas palabras. Como bien sabemos, la elección de ciertas palabras para representar ciertas cosas o hechos no es en absoluto una nimiedad. Seguramente, la literatura es básicamente eso. Pero también en política la representación simbólica con que definimos problemas, planes y estrategias resulta esencial. Las palabras en política sirven para narrar historias, proveer de explicaciones sobre cómo funciona el mundo. Al mismo tiempo, las palabras sirven en política para lanzar metáforas o sinécdoques, que de alguna manera representan el todo por una parte. Y a pesar de que todo ello está lleno de ambigüedades, precisamente la política trata de controlar esa ambigüedad para ir estableciendo coaliciones, acuerdos, consensos y legitimidades. El nuevo Gobierno, y su nueva delimitación política y de políticas, tiene el reto de acabar sonando de manera más o menos armónica. Algunos rótulos ayudan, otros lo hacen más difícil. Al final, lo cierto es que a la gente poco le importan los nombres si tienen la sensación de que las cosas mejoran significativamente, pero no por ello hemos de minusvalorar la carga simbólica y conceptual que se esconde tras cada etiqueta.

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