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Galina Ustvolskaya, compositora rusa

Heredera del genio de Shostakovich, desafió a las autoridades soviéticas manteniendo su independencia creadora

Como en los tiempos oscuros de la extinta Unión Soviética, la noticia de la muerte de Galina Ustvolskaya ha tardado en llegar al resto del mundo. Sólo unos días pero lo suficiente como para recordarnos que fue una víctima de aquellas tinieblas que todo lo cubrían. Gracias al blog del crítico americano Alex Ross las gentes de la música han ido pasándose la desgraciada nueva de la desaparición de una de las voces más personales del siglo XX, y no sólo en la música rusa.

Ella era, con su compatriota Sofia Gubaidulina y la finlandesa Kaija Saariaho, la mujer compositora más reconocida del panorama mundial y, en buena medida, la conciencia de un periodo en el que al creador se le perseguía en nombre de los dictados de un arte que, supuestamente, debía estar dirigido al pueblo y ser fácilmente comprendido por él. Y si no era así, sólo le esperaba el silencio.

Haber estudiado con Shostakovich representó para Ustvolskaya el doble compromiso de la necesidad del aprendizaje y de tratar de quitarse de encima una influencia que, como sucedería con otros de sus condiscípulos, podía ser demasiado pesada a la hora de intentar volar sola. Aún más, el influjo del maestro pudo llegar hasta lo más íntimo si ella no le hubiera dado el no cuando aquel le pidió, al quedarse viudo de Nina, su primera esposa, que se casara con ella.

A la admiración por el genio de la joven estudiante se sumó la fascinación por la persona en el Leningrado asediado por los alemanes durante la II Guerra Mundial. Shostakovich -que reconocía su influencia- pensaba de ella que poseía un talento superior al suyo y llegó a citarla en algunas de sus composiciones, por ejemplo en el Cuarteto nº 5 y en la Suite sobre versos de Michelangelo Buonarroti, en las que aparece el tema del final del Trío con clarinete de su pupila.

La obra de Ustvolskaya ha sido comparada a una isla de independencia que se erigiera en el mar a la vez cambiante y uniforme de la cultura de nuestro tiempo, atravesada por dogmas también estéticos. Cedió en algún momento a las necesidades de la supervivencia en la Unión Soviética pero su música se erige como un monumento a la independencia y a la libertad del artista.

El sentimiento religioso ocupa en ella un papel primordial y fue capaz de oponerse a los dictados oficiales escribiendo obras que, no siendo litúrgicas, debían, según manifestaba ella misma, ser interpretadas en una iglesia. Estaba en contra de la distinción entre la música escrita por hombres y la hecha por mujeres. "Un concierto con obras escritas exclusivamente por mujeres es una humillación para la música", diría quien rehusaba hablar no ya de la suya sino de cualquier otra, pues consideraba que los sonidos se explicaban por sí solos: "quien ame realmente mi música debiera abstenerse de analizarla teóricamente".

Autora de sinfonías, obras de cámara -aunque no creyera en esa denominación-, piezas para piano -disponibles en buen número en firmas discográficas como Megadisc, Colegno o ECM-, asociada a referentes que van del minimalismo a la esencialidad de un Anton Webern, Ustvolskaya representaba, además, algo inherente a la gran cultura rusa, y era su pertenencia al espíritu de San Petersburgo, la ciudad que le vio nacer y morir, donde se formó y en la que sufrió las calamidades de la guerra y de los años más duros del estalinismo.

En eso, ella se sabía heredera de Dostoyevski, de Pushkin, de André Biely, de los que se habían uncido a la gloria y la miseria de una de las urbes más bellas del mundo, la que se rebeló contra los zares, la que resistió al nazismo, esa en cuyas noches blancas, como diría Josef Brodski "es difícil dormir, pues hay tanta luz que todo sueño queda a este lado de la realidad y el hombre, como el agua, no proyecta sombra alguna". De esa luz está hecha la música de Galina Ivanovna Ustvolskaya.

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