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Columna
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Espacio vital

El tiempo goza de mejor prensa y todos los filósofos lo han elegido como el ingrediente medular, casi exclusivo, de la existencia humana. Pero su pareja indisociable en los manuales de Física, el espacio, resulta igual de imprescindible, de ubicuo, a pesar de que a menudo tendamos a menoscabar su importancia. Es cierto que las manecillas de los relojes avanzan al ritmo de nuestro corazón y que al fin y al cabo vivir no supone sino desprenderse continuamente de un pasado que nos contamina hacia un futuro que carece de color, pero la mente suele olvidar que para pensar necesita un lugar en que aposentarse y un punto en el mapa desde el que calcular las distancias que la rodean. Por motivos que huelen a gas y alambre, espacio vital es una expresión antipática, lo cual no la vuelve menos justa: para vivir precisamos de una burbuja propia, un círculo en que quepan los cordones de los zapatos, la cafetera caliente y la mano de esa persona que consuela nuestra angustia, una especie de caparazón invisible que nos acompaña a todas partes como la espiral del caracol y en el que la intrusión ajena no siempre es recibida con agrado. Existir consiste en ocupar un puesto entre las cosas: el niño aprende a ser persona chocando contra las aristas de los muebles del salón y el ejecutivo reclama con apremio un hueco en el fondo del ascensor que debe conducirle a la oficina. Ahora acabo de enterarme de que, a pesar de lo que pueda parecer a primera vista, la necesidad de espacio de los humanos es mucho más voraz de lo que creíamos y de que para cubrir nuestras necesidades no basta con la circunferencia que mide al girar el compás de nuestros zapatos.

Hay una cosa en ciencias ambientales que se llama huella ecológica y que corresponde, leo en un tratado especializado, al área de territorio productivo del que cada persona precisa para vivir. Entiendo que vivir es un acto más complicado y costoso de lo que tendemos a pensar y que la parcela que necesitamos para desenvolvernos en el mundo sobrepasa con creces los límites del dormitorio y la cabina del coche: ese territorio debe incluir el trozo de suelo del que crecen nuestros alimentos, los segmentos de asfalto que conducen de casa al trabajo, la esquina del contenedor en que se pudre nuestra basura y las estanterías que pueblan nuestros libros. En Europa, afirman los sabios, un individuo requiere de una media de 2,3 hectáreas para mantener su nivel de vida; en Sevilla, según explicó el profesor Enrique Figueroa en unas recientes jornadas organizadas por Endesa, ese coto abarca las tres hectáreas y media. La conclusión es que si todo el mundo viviera como lo hacen los sevillanos se exigirían al menos dos planetas más como el nuestro para subvenir sus necesidades. Ya los novelistas de siglos pasados habían elucubrado sobre la amenaza del crecimiento de la población en la Tierra y el día apocalíptico en que los continentes no contarían con capacidad para alojar a sus habitantes. En un cuento que sabe a naranjas amargas, Asimov imagina un hipotético futuro en que las inmobiliarias colonizarán segmentos alternativos del espacio-tiempo y construirán chalés climatizados en mundos que se parecen al nuestro sólo de lejos, donde los dinosaurios no se convirtieron en osamentas amarillas o los mares todavía no eran depósitos de petróleo: el reclamo de la publicidad consistía en ofrecer un planeta para cada familia, con cordilleras y junglas a disposición del comprador donde ahora figuran el garaje y el modesto jardincito. Al pensar, me he dado cuenta de que el sistema capitalista no se limita a la bolsa y las cuentas de los bancos y que las cifras injustas también pueden ser aplicadas a la economía del espacio y el tiempo: para que un sevillano goce de sus cuatro hectáreas de libertad deben existir indigentes en algún suburbio de alguna orilla del mapa que apenas cuenten con la limosna de unos pocos centímetros, para que alguien goce de vacaciones o de unos minutos en que fumar un cigarro otros deben sentir la mordedura de la aguja en la muñeca que sostiene el reloj. El mundo sería más equitativo si ahorráramos espacio: pero a ver quién convence de eso a las grúas que hacinan las periferias de nuestras capitales.

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