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Columna
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Los extremos

Los extremos no siempre se tocan. Tenemos en Barakaldo el árbol de Navidad más grande de España y en Euskadi, según el CES, presentamos el gasto social más bajo de Europa si exceptuamos a Irlanda. Con sus cuarenta metros de estatura y su medio millón de bombillas, el mega o macro árbol vizcaíno ha logrado eclipsar al de Gernika, al menos de manera temporal.

El informe del CES no es tan brillante como el árbol luminoso de la Plaza de Ansio: la protección social en el País Vasco, analizada hasta el año 2004, decrece en lo que respecta al desempleo y la exclusión social. Hemos pasado, según los datos que maneja el CES, de un gasto del 19,5% en 1995 a uno del 18,8% en 2003. Ese mismo año (2003) el gasto medio en la Europa de los Quince era del 27,2%. El informe podría ser más amplio (así lo pide el sindicato ELA, único miembro del CES vasco que no aprobó el informe), pero el salario mínimo y la renta básica en la comunidad autónoma son evidente y manifiestamente mejorables: necesitan crecer, alcanzar el umbral de la pobreza bajo el que se sitúan y emerger a un nivel de dignidad. Las viudas, cuya pensión no alcanza ni siquiera el subsuelo del Salario Mínimo Interprofesional, miran al árbol más alto de España llenas de admiración y escepticismo, algo así como el gran Josep Pla cuando fue a Nueva York y lo primero que se le ocurrió fue preguntar: "¿Todo esto, quién lo paga?"

La pobreza es oscura, ya se sabe; hay que acercarse mucho, escarbar hondo para dar con ella y fotografiarla junto al árbol famoso de Barakaldo y sus quinientas mil bombillas encendidas. Existe una pobreza no visible, discreta, enterrada en el humus familiar como un árbol que crece hacia adentro. No es que crezcan los pobres, sino que la pobreza crece como un árbol, lenta e inexorablemente en nuestra sociedad del bienestar. Todos los pobres, uno detrás del otro o uno encima del otro como en un esforzado castellet, forman un gigantesco árbol de Navidad sin luces que no queremos ver y cuya sombra, a veces, se proyecta de forma inconveniente, incómoda y molesta en algunos informes como el que acaba de presentar el CES.

Todo esto, quiero decir todo eso y todo aquello que al final olvidamos o, sencillamente, damos por imposible, ¿quién lo paga? Por ejemplo: ¿quién paga las World Series (el juego de Scalextric más caro de la historia) de Bilbao? Está claro que no será ninguno de los tres Reyes Magos y menos todavía el Olentzero, insolvente total.

La famosa carrera de coches, antesala supuesta del circo de la Formula 1 capitaneado por Fernando Alonso, ha costado, según el Tribunal Vasco de Cuentas, tres millones más de lo anunciado por el Ayuntamiento. Hablamos de euros, claro, de manera que hablamos de aproximadamente quinientos millones de las viejas pesetas. Calderilla. Cuando se embarcan las Instituciones en algún gran evento, nuestro dinero (el de las arcas públicas que ellas administran) es siempre calderilla. Los extremos tampoco se tocan en este capítulo: nuestras Instituciones (todas, en realidad) pueden ser manirrotas o rácanas hasta el extremo según los casos. A las Instituciones, eso sí, les deslumbran las luces, las bombillas, los focos del teatro. La política-espectáculo es cara y no siempre funciona. Los éxitos de crítica y de público no suelen abundar, y pese a todo, contra toda evidencia, los políticos siguen apostando al caballo de lo espectacular. Les gustan las bombillas, no pueden evitarlo.

Más de 11 millones de euros, según el Tribunal de Cuentas, nos salió la carrera de coches a los vizcaínos, aunque desde el Ayuntamiento de Bilbao se matizan los datos y las cifras y se concluye que el fracaso se debe al frenazo del grupo socialista. En dos años, nos dicen, las World Series hubiesen cosechado un éxito ensordecedor. También nos dicen que las irregularidades detectadas en la contratación de servicios, es decir, la tradicional adjudicación a dedo de suministros, es algo irrelevante, habas contadas y justificadas. Los perjuicios ocasionados al vecindario, al parecer, no son cuantificables. Hablamos simplemente de dinero, de unos cuantos millones de euros que el viento (o el rebufo de un coche de carreras) se llevó. ¿Quién paga todo esto?, se debe preguntar Papá Noel desde su trineo mientras sobrevuela el árbol deslumbrante de Barakaldo.

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