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Reportaje:

El misterio de los árbitros muertos

La investigación no logra aclarar por qué un conductor ocultó tras un accidente en Santander la presencia en el coche de dos amigos, que fallecieron en el siniestro

Es un hombre joven, vestido de oscuro, tumbado boca abajo. El operario del servicio de conservación de carreteras lo ha visto por casualidad, medio oculto como está entre la vegetación alta de la marisma. Se acerca, le toca la espalda, está muerto. Son las 10.30 de la mañana del sábado 16 de diciembre. El operario está allí porque, la noche anterior, un Peugeot 206 de color negro se ha salido de la carretera y se ha adentrado más de 60 metros en la marisma dando volteretas hasta quedar varado junto a un regato muy próximo al aeropuerto de Santander. Por lo que sabe el operario, sus ocupantes, dos jóvenes árbitros, lograron salvar el pellejo sin heridas de importancia. Ahora le toca a él reparar el quitamiedos roto y organizar el rescate del vehículo. A ello se dispone cuando encuentra el cadáver. Se incorpora para llamar a la Guardia Civil, pero no lo hace. No todavía. Hay algo, también oculto entre los altos plumeros de la marisma, que le vuelve a llamar la atención. Otro joven. También vestido de oscuro. También muerto. Un teléfono móvil sonando entre sus ropas.

David Cumbrados, un soldador de 24 años, abandona Santander conduciendo su coche. Son las 22.30 del viernes 15. Hace frío, pero no llueve. Acaba de dejar a su novia en la puerta de un restaurante donde va a cenar con sus compañeros de trabajo. El joven se dirige a Maliaño, a siete kilómetros de Santander. A la mitad del camino, la carretera S-10 se convierte en un videojuego. "Yo iba por el carril izquierdo, a 100 kilómetros por hora, detrás de un Renault 21. De pronto, por la derecha, aparece un Peugeot 206 negro a toda velocidad. Me adelanta a mí y al R-21, pero de pronto se encuentra a un Seat Ibiza que le impide avanzar y empieza a pegar volantazos, a la izquierda, a la derecha, choca con el guarda raíl derecho y empieza a volar. Delante de mí. Tengo que frenar para no empotrarme con el de delante".

David se percata de que, tras un momento de confusión, los conductores del R-21 y del Seat Ibiza aceleran y se quitan de en medio. Él aparca en el arcén, enciende las luces de emergencia y llama al 112 con su móvil. No es para lo único que le sirve el teléfono. Aunque la Guardia Civil y los bomberos le acaban de aconsejar que no entre en la marisma, que hay pozas y es peligroso, David intenta abrirse paso hasta el Peugeot accidentado al percatarse de que empieza a echar humo. Ilumina sus pasos con la luz del móvil. El agua le llega a las rodillas. Les grita:

-Eh, los del coche, los del coche, ¿estáis bien?

-Sí.

-¿Pero estáis todos bien?

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-Que sí, cojones.

-¿Cuántos sois?

-Dos, pero estamos bien. No llames a la policía, que podemos salir solos.

Adrián García Barquín tiene 21 años y es árbitro de fútbol. Son las diez de la noche del viernes y está a punto de montarse en el Peugeot 206 negro de su madre. Se le ve contento, aunque debe estar cansado. Se levantó a las cinco de la madrugada para ir a su trabajo en una fábrica de cepillos de dientes y, durante toda la tarde, ha estado en la fiesta del Colegio de Árbitros de Cantabria junto a más de 200 compañeros. Gente muy joven, en su mayoría, chavales que, como su gran amigo Fernando Arcas, probaron suerte en los filiales del Racing y luego reorientaron su afición al fútbol colgándose un silbato. "Es una forma de seguir enganchado al deporte", explica uno de los árbitros presentes en la fiesta, "y también de conseguir un dinerillo extra. Nos pagan 60 euros por arbitrar un partido de preferente y 10 por uno de alevines. Un fin de semana bueno podemos conseguir 100 euros, pero casi nunca se pasa de los 300 al mes. Lo suficiente para comprarte una cazadora y pagarte unas copas". El joven que habla se encuentra con Adrián y sus amigos en la puerta del colegio de árbitros. La fiesta se desvanece, pero le animan a seguir con ellos de marcha:

-Vente con nosotros, hemos reservado una mesa en Ibéricos José, ya sabes, en Maliaño... Venga, anímate.

El sábado por la mañana, en medio de la marisma, un guardia civil registra la cartera de uno de los jóvenes hallados muertos. Se trata de Jaime Luis Morán Quiroga, de 19 años. Lleva un carné de una empresa de electricidad, 23 euros, una participación de lotería y un carné de árbitro. El otro cadáver lleva documentación a nombre de Fernando Arcas Martínez, de 26 años. Su billetera negra contiene un justificante de demanda de empleo, 39 euros, las tarjetas de varios videoclubs y, también, un carné de árbitro. En el arcén de la S-10 se han empezado a aglomerar curiosos. Uno de los que para su vehículo es Fernando Cacho, un bombero fuera de servicio que, justo 12 horas antes, acudió a ese mismo lugar para auxiliar a dos jóvenes heridos en un accidente. Se dirige a uno de los guardias civiles y le dice:

-¡Los de ayer también eran árbitros!

-Claro, son del mismo accidente.

-Pero si yo le pregunté al conductor cuántos eran y me dijo que dos, que él y el copiloto.

-Y a nosotros también nos dijo que eran dos, y al muchacho que vino a atenderlos primero, y a los de la ambulancia, que llegaron después...

El capitán de la Guardia Civil al mando ordena a uno de los guardias que vaya al domicilio de Adrián García Barquín, el conductor, y lo detenga. Antes lo llaman, por teléfono y le dejan caer una pregunta:

-Oye, Adrián, ayer, ¿cuántos ibais en el coche?

-Dos, ya os lo dije...

Ya han pasado 10 días del accidente, pero ninguno de los que estuvieron allí aquella noche se atreve a dar una respuesta a la misma pregunta mil veces repetida: ¿Por qué Adrián no dijo que sus amigos Fernando y Jaime también viajaban en el coche? Según la investigación, los cuerpos de los dos jóvenes, que no llevaban puesto el cinturón de seguridad, salieron despedidos por las ventanillas traseras en una de las volteretas. Según el forense, uno murió en el acto, pero el otro se mantuvo con vida algún tiempo. Adrián, el conductor, arrojó un índice de alcohol en la sangre del 0,47, el doble de lo permitido. Todos los que lo trataron aquella noche dicen que estaba excitado, eufórico, hasta el punto de contar riéndose:

-Ya he tenido seis accidentes, y cuatro de ellos graves, pero esta es la primera vez que yo he tenido la culpa.

Homicidio imprudente y omisión de socorro

A las seis de la tarde del sábado, en el mismo sitio y a la misma hora en que los familiares de sus amigos muertos recogían sus efectos personales, Adrián García Barquín declaró ante la Guardia Civil. Una vez más, le hicieron la misma pregunta:

-¿Cuántos ibais en tu coche?

-No recuerdo.

Poco después, los agentes se desplazaron al domicilio del copiloto, el también árbitro Jorge Ángel García Bedía. La noche del viernes, los sanitarios que atendieron al joven lo inmovilizaron y lo trasladaron al hospital ante el riesgo de que sufriera una lesión severa: sangraba por un oído y mostraba sonmolencia. Jorge Ángel, ya repuesto, confirmó a los agentes que en el vehículo viajaban cuatro.

A instancias de la fiscalía, el juez envió a prisión a Adrián acusado de dos delitos de homicidio por imprudencia, otro de conducción temeraria y un tercero de omisión del deber de socorro. Todo el mundo busca el porqué y nadie lo tiene. Sólo Adrián puede saber por qué se fue a su casa dejando allí a sus amigos, tal vez muertos o tal vez vivos, de bruces sobre la marisma, con sus teléfonos sonando.

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