Flandes, sitio distinto
¿Qué sabemos o qué sabíamos de Flandes? Esta pregunta tiene para todos un sentido diferente ahora que la semana pasada. Desde la emisión de ese informativo-ficción en una televisión belga anunciando la declaración unilateral de la independencia de Flandes y la muerte de Bélgica, Flandes ha dejado de ser en nuestro imaginario colectivo apenas el Líbano al que había sido destinado el Capitán Alatriste. Más allá de la falta de sentido de humor de las instituciones y de los precedentes históricos de la experiencia (La guerra de los mundos, del genial Orson Welles), el asunto no deja de ser un revulsivo sobre la identidad territorial de la vieja Europa.
Se pueden gastar bromas, algunas realmente ocurrentes, como la parodia en una cadena de radio que informaba de la declaración de independencia de Marina D'Or u otras más maliciosas. Imaginemos una posible versión gallega de la emisión: Baltar se hace fuerte en la Diputación y declara la independencia de Ourense o la de un hipotético alcalde de la costa gallega que escinde su municipio como territorio de libre recalificación. Pero a cuenta de lo sucedido en Flandes, prevalecen dos evidencias.
Una, lo poco que sabemos los europeos sobre nosotros mismos y otra, que la ciudadanía de Europa se siente, en gran parte, "fuera de lugar". Hay flamencos que no se sienten a gusto en Bélgica, en Italia se ha inventado hace pocos años la Padania, por no hablar de que la Italia que conocemos no tiene historia más allá de Garibaldi, Francia tiene descontentos a bretones y corsos. El nuevo mapa de los Balcanes resulta imposible de aprender y lo mismo sucede con los restos de la Unión Soviética. En el Reino Unido tienen la disfunción de Irlanda, aunque la existencia de selecciones deportivas diferenciadas para Inglaterra, Gales y Escocia no levanta las mismas tensiones que en el reino de España. En Portugal avanza el iberismo, mientras los ciudadanos de Turquía no saben si quieren ser europeos o asiáticos, disquisición que divide al resto de Europa, España y Gran Bretaña no se ponen de acuerdo sobre Gibraltar, al mismo tiempo que aquí se nos presentan las aspiraciones a un estado plurinacional como una rareza, una impostura insolidaria o, incluso, un anacronismo.
Hace falta un acto de sinceridad colectiva y de imaginación para llegar a acuerdos social y políticamente saludables en esta cuestión. Quizás, el punto de partida debería ser, precisamente, la constatación de este "fuera de lugar" de la ciudadanía europea. Cada país, cada territorio son distintos, pero la clave de la igualdad está irreversiblemente unida a una asunción y concepción generosas de la diversidad.
Más que una cuestión de identidad, la territorialidad de los estados y de las administraciones tienen que ver con la racionalidad funcional y con la democracia, porque afecta a la proximidad y al ámbito de las decisiones. Europa, como ideario común, se ha vuelto especialmente un concepto incómodo que no ha logrado superar el raquitismo de ajustes asimétricos en lo económico o restrictivos en lo referido a inmigración.
No somos raros, somos europeamente distintos. Una Europa sin fronteras no puede ser algo opuesto o diferente a sus ciudadanos. La ausencia de fronteras incluye también a las de los viejos y forzados estados-nación. Europa tiene que ser algo bien diferente de la retórica y el corsé uniformador de la frustrada Constitución europea. No hay otra Europa que la Europa de los ciudadanos, infinitamente superior y más libre que la Europa de los estados-nación.
Por mi parte, me dispongo a documentarme sobre Flandes, sitio distinto. Seguro que aprendo mucha Historia y consigo saber algo más de Europa. Es decir, algo más de mí mismo. Algo más sobre diversidad y sobre igualdad. Pero, sobre todo, que no nos falte el sentido de la ironía y la dialéctica inteligente de la sátira para conocer mejor la realidad.
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