Metamorfosis
Praga es la ciudad más bella del mundo y tal vez la más misteriosa. En el monte Petrin quedas extasiado ante la visión de los tejados rojos de Mala Strana, que se vierten hasta la Ciudad Vieja sobre el río Moldava entre cúpulas, puentes con santos carbonizados y agujas de oro y sin que te abandone el pasmo por tanta belleza cualquier mañana despiertas convertido en un insecto monstruoso, como le sucedió al ciudadano Gregor Samsa. Nunca se sabe el enigma que esa ciudad puede depararte, por eso hay que estar prevenido. En este último viaje Praga me ofreció también un pequeño prodigio. Bajando del Castillo por el Callejón del Oro cualquier viajero sensible es capaz de percibir la pulsión que ese lugar emite desde sus sótanos donde los alquimistas torturaron metales y alambiques en busca de la piedra filosofal; el Golem, un androide de barro, al que le dio vida el rabino Löw en la Edad Media, duerme todavía entre las vigas de la vieja sinagoga de Pinkas sin haber perdido sus poderes ocultos. Y después está Kafka con bombín y traje negro caminando sobre la nieve por un oscuro callejón de regreso a casa de madrugada después de pasar la velada en una taberna bajo un vapor sofocante de cerveza. En este último viaje, en la entrada del invierno de Praga, me paseé una vez más por el viejo cementerio judío cuyo fuego fatuo era algún grajo que levantaba el vuelo entre las estelas mohosas y a lo largo de la calle Parizska hasta divisar las espadañas crispadas de Nuestra Señora de Tyn iba pensando en que estos escaparates de máximo lujo capitalista, Dior, Gucci, Valentino, en la época comunista solo albergaban tarros de pepinillos, botes de mermelada polvorientos y algún cristal de Bohemia. Pero si el comunismo ha sido erradicado de la vida, en el laberinto de Praga permanece todavía la memoria inquietante de astrólogos, robots, muñecas de porcelana, quiromantes y vampiros hibernados, una conjunción de fuerzas negras que busca todavía el oro filosófico. Esta atmósfera cargada siempre depara alguna sorpresa. La belleza de Praga puede aplastarte hasta transformarte en un escarabajo, aunque también puede engendrar un milagro igualmente enigmático, como el que presencié en el cementerio judío de Strasnice. En medio del frío glacial de diciembre, junto a la tumba de Kafka, había un árbol cuya sabia había enloquecido porque creía que era ya primavera y reventando todas las gemas había echado unas flores azules desconocidas. Era la otra metamorfosis.
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