Conversación en la catedral
LA COMPRA de los regalos de Navidad. Cuando se está lejos la necesidad de comprar se alimenta del intento por compensar la lejanía, pero eso no evita la mala leche, camuflada bajo los buenos sentimientos, por esa obligación de demostrar el cariño a fuerza de vaciar la tarjeta de crédito. Los americanos adoran las colas. Les gusta que estén bien ordenadas. Si no estás bien alineado, como los niños en el colegio, resoplan de puro nervio. Estoy en la cola de Barnes and Noble, esa catedral del Libro, haciendo equilibrios con un buen cargamento. Intento no rozar al de delante y no pisar al de detrás para no provocarles el disgusto del día. Aunque en mi memoria están idealizados aquellos libros de Historias Selección que recibíamos por Reyes, cómo me hubiera gustado tener este tocho sobre Audrey Hepburn en el que se incluyen sobres con reproducciones verdaderas de sus cartas y de los dibujos de aquel vestido maravilloso de Balenciaga con el que miraba el escaparate de Tiffany's a la hora del amanecer. Me viene a la cabeza el pensamiento mezquino de todas las madres: yo lo hubiera disfrutado mil veces más. En realidad los padres hacemos compatible el amor por los hijos con el continuo resentimiento: "No se puede dar margaritas a los cerdos". Cargada, y asada dentro de mi plumas, escucho una selección sinfín de villancicos babosos. No hay cantante americano que no sucumba a la tentación de sacar un disco de villancicos. Es todo un género del que sólo se salvan tipos como Tom Waits, Bob Dylan o Patti Smith. El resto, cae. Y les aseguro que es mucho más llevadero escuchar lo de los peces en el río. Yo ya intuía (en su momento) que James Taylor era ñoño, pero ahora, con su imagen de intelectual folk ranchero cantando al espíritu navideño, elevo mis sospechas al cubo. A punto de vomitar por esta intoxicación acústica veo que en la fila, tres puestos más adelante, hay un amigo mío. Un tío en el que me inspiré para escribir un artículo inolvidable hará cosa de un año. Era aquel tipo que supuestamente se había acostado con casi todas las escritoras de mi generación y que supuestamente había inspirado gran parte de las páginas eróticas de mi tiempo. No esperaba encontrarle aquí. ¡Eh, qué alegría!, grito, y voy a su lado, no sin antes aclarar a los presentes que no dejaré de respetar la jodida fila. Pagamos y subimos a tomar un Chai-latte en la cafetería de la tercera planta. Nos cuesta Dios y ayuda encontrar sitio porque es de las pocas cafeterías de Manhattan en donde no te están dando la brasa para que te vayas cuanto antes. Consecuencia: el que pilla mesa no la suelta en horas. Acabamos sentados en un escalón. Qué, me dice mi amigo follardín, ¿ya se han vuelto tus amigos a España?; qué amigos, le digo; los que vinieron a pasar el puente; ah, sí, ya se fueron; ¿y no se han enfadado contigo?, me pregunta con una sonrisa maliciosa; ¿conmigo, por qué?, digo yo a la defensiva; por como les pusiste en el artículo de la semana pasada; coño, era en broma, le digo, el artículo no trataba de ellos; ¿y cómo sabe su familia que no eran ellos verdaderamente?; joder, por el tono en el que estaba escrito, también escribí que tú, que en realidad no eras tú, te habías tirado a todas las escritoras de mi generación y era radicalmente incierto; oye, no tanto, me acosté con dos; bueno, sí, pero no con todas; y en las dos dejé profunda huella, me sacaron en sus novelas; sí, pero eso no quiere decir que seas el inspirador de la literatura erótica femenina de la transición; pues a mis padres les encantó, mi padre dijo que era un golfo, y mi madre, que era un machote; las madres, digo con rabia, ellas tienen la culpa de todo; y mi ex novia se está leyendo todos los libros en los que sospecha que aparezco; ¿y tengo yo la culpa?; míralo por el lado bueno, estás fomentando la lectura; qué gracioso; si yo no me quejo, oyes, a mí me encanta que me saques en tus artículos aunque mi ex novia me llame a las tres de la mañana para decirme que me retrataste como lo que soy, un hombre con polla y sin cerebro; tu novia no sabe distinguir entre la realidad y la ficción; es que ella me ve así, tal y como salía en el artículo; mira, tío, no seas vanidoso, yo no te retraté para nada, no eras tú y estoy harta de tanta simpleza, ¿es que nadie sabe entender una broma?; las bromas gustan mientras no seas tú objeto de ellas; o sea, que a ti el artículo te sentó mal; no, a mí no, yo soy un vanidoso recalcitrante, me gusta que hablen de mí, además, en realidad, eso me ha dado un prestigio sexual, y ahora que no me como un rosco vivo de mi leyenda; ¡una leyenda falsa!; tía, te has mosqueado conmigo, yo sólo quería informarme sobre la repercusión de tu artículo, si te han escrito para decirte que nunca más volverán a tu sofá-cama; pues no, precisamente me escribió Javier Cámara para decirme que él volverá aunque escriba un artículo que se llame El huésped y la pesca, a los tres días apesta, me dijo que si le sale gratis la estancia, a él, personalmente, le compensa el riesgo, para que veas que los lectores no son tan tontos; o sea, que estás diciendo que mis padres son tontos porque se lo creyeron. Entonces le digo: ¡Vete a la mierda!, y me lanzo rabiosa y loca a las escaleras mecánicas. Le oigo gritar a mis espaldas: ¡No aguantas una broma!
A punto estoy de salir de la librería catedralicia cuando me doy cuenta de que tengo que volver: me dejé los libros. Maldita sea.
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