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Columna
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El quiosco virtual

La primera salida a la calle que hacemos algunos madrileños el domingo por la mañana es al quiosco de la esquina para comprar la prensa. En mi caso, también un décimo de lotería, un billete de metrobús y a ponerme al corriente de cómo andan los ánimos en la calle, porque algunos parroquianos, al coger el periódico del montón correspondiente, aprovechan para soltar algunas perlas sobre los periódicos de la competencia. Y es que las cosas están en un plan que dime qué diario lees y te diré quién eres. Dime qué cadena oyes y te diré quién eres. Los ánimos están crispados, explica mi quiosquera. Dice que hay gente con insospechadas frustraciones que tiene muchas ganas de que les calienten la sangre los de las tertulias. En este sentido, ha observado que quienes oyen la Cope, tanto los que están a favor como en contra, acaban con la tensión por las nubes. Por lo visto existe un estudio que sostiene que las palabras ejercen un efecto en el cerebro como los fármacos en algunas dolencias psíquicas. Pero, claro, si tienen influencia favorable, también puede ser muy dañina. La palabra nunca es inocente. Ya se dice en la Biblia: "Al principio era el Verbo"; por algo será.

Mi quiosquera, aparte de funcionar como psicóloga exprés de sus clientes y de relacionarnos unos con otros según nuestros intereses, socorre pequeñas necesidades haciendo un servicio público impagable. Que no sabes una dirección, le preguntas a ella. Que necesitas un fontanero, a ella. Que quieres alquilar el piso, se lo dices a ella. Que te urge traducir unas frases del alemán, recurres a ella porque encima domina varios idiomas. Que le pides un número atrasado de no sé qué revista, ella agacha la cabeza, rebusca en las minúsculas dimensiones que la rodean y mágicamente saca un ejemplar en la mano, como si en el fondo se tratara de un espacio contraído en que cabe mucho más de lo que parece, y que por mucho que se queje de los enormes cartones en que van pegadas las revistas junto con bolsos y zapatos de regalo, siempre tienen sitio. Porque, francamente, es un fenómeno paranormal que ahí quepa todo eso. Echen un vistazo a la vitrina, que va pegada a la puerta. Revistas del motor, de cine, del más allá, de ganchillo, de muebles, de horóscopos, de belleza y moda, de jardinería, de ciencia, pasatiempos, cómics. Amén de los Discursos de Platón encuadernados en tapa dura por aquí, y una novelita rosa, de ésas que se llaman Julia o Jazmín, por allá. Tengo Érase una vez... el cuerpo humano y varias enciclopedias completas a base de ir y venir del quiosco. No hay nada más democrático que este revuelto de gustos. Echando un vistazo a este escaparate único se puede tener una visión bastante completa de la sociedad. Colecciones de best sellers supergordos y colecciones de muñecas de cerámica, casas en miniatura, dedales. Y de deuvedés, lo que quieras. Cine, ópera, rock. ¿Recuerdan el famoso destape de la transición? Donde de verdad se hizo visible a todo el mundo fue en los quioscos. Fue como si los quioscos con sus puertas abiertas al desnudo integral hubiesen certificado que todo había cambiado, y así ha sido aunque algunos se empeñen en tocar las narices.

Este local a la intemperie, comprimido como un átomo, que para algunos se ha ido desvirtuando con tanto cachivache, a mí me alegra la vista. Ahora que han ido desapareciendo los pequeños comerciantes y porteros que salían a la puerta a ver pasar a la gente en los ratos muertos, el quiosco es el eje de la calle, un lugar familiar cada vez más concurrido gracias a mi quiosquera, con camiseta en verano y anorak en invierno. Su cara asoma rodeada del colorido de las portadas de las revistas como en medio de un prado primaveral. Tal vez Internet sea lo más parecido a un quiosco. Un quiosco virtual en el que no se pasa ni frío ni calor y donde no hay tantos problemas de espacio, pero donde habrá que inventar a un quiosquero que nos dé los buenos días y nos pregunte si ya hemos arreglado el coche. Para quienes empezamos a educarnos con los tebeos que comprábamos en el quiosco, la tinta y el papel conservan un encanto irresistible y sentimos que la letra impresa tiene valor en sí misma, como un grabado.

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