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Columna
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Es la hora, estúpidos

Si aceptamos el axioma de que Dios escribe recto con renglones torcidos, habría que asumir el corolario de que a veces se le va la mano. Por ejemplo, en la asamblea del BNG. Según las informaciones previas, era de temer que pasase aquello de lo que advertía Albert Einstein, que no se pueden resolver problemas pensando de la misma manera que cuando se crearon. Sin embargo, pocas veces las conclusiones de un congreso político han hecho feliz a tanta gente.

En primer lugar, han quedado contentos los participantes, o eso se supone teniendo en cuenta que nueve de cada diez están de acuerdo entre ellos. Podrá parecer un porcentaje escaso en concepciones políticas como la del PP, en la que el método de elección tradicional era la aclamación y/o la designación, y la única vez que hubo más opciones (para la sucesión de Fraga en el PPdeG) se implantó el método mayoritario (el que gana, arrampla con todo). O demasiado amplio en la memoria reciente del PSOE, en cuyo interior -y en no pocos del exterior- todavía hay a quien le tiemblan las piernas cuando imagina que igual que salió elegido Zapatero por los pelos, podría haber salido José Bono o Rosa Díez. Pero con el hábito cainita que el BNG arrastra desde los tiempos de la clandestinidad, el 90% no deja de ser un lujo. Quintana se convierte en el primer portavoz nacional con sólidos apoyos propios y los críticos pueden ejercer su labor dentro de las estructuras y no ante los micrófonos.

También ha sido una semana feliz para los medios de comunicación. Sobre todo, para los cronistas políticos de aquí, que esperamos como agua de mayo que toque Bloque. Las derechas, por decirlo en una vieja terminología no demasiado sutil, defienden unos intereses concretos haciendo ver que son los de todos. La socialdemocracia, lo mismo, pero suponiendo que efectivamente son los de todos. Y con los intereses no se juega. El nacionalismo, sin embargo es un sentimiento, y los sentimientos, al contrario de lo que dicen los guionistas de culebrones y piensan los adolescentes lánguidos, no hay que respetarlos. (¿Y la izquierda?, se preguntarán. No está ni se la espera desde que se revelaron las aplicaciones prácticas de algunas teorías, y sobre todo desde que se descubrió que cambiar el mundo era incompatible con mantener el puesto de trabajo).

Pero la mayor satisfacción se ha producido en dos sectores radicalmente opuestos. Uno, la militancia del Bloque. Hoy, en cualquier formación política, el militante es una especie de accionista que observa con amargura el progresivo declive de su influencia, en detrimento de la del voluble votante, y que cuando vienen mal dadas, exige cabezas o que los promocionen a ellos (olvidando aquello que tanto extrañaba a Alberto Moravia, que los votantes no se sientan responsables de los fracasos de los dirigentes que han votado). En la formación que nos ocupa, un militante solitario ha sido el artífice de la repercusión mediática del decisivo congreso: la reivindicación del huso horario que nos corresponde.

La lógica reclamación de querer vivir en la hora de Greenwich y no en la de Libia o Macedonia, de acabar con la incongruencia de estar más al oeste que Inglaterra y tener una hora más, es la que ha hecho estremecerse de placer e indignación al otro sector, a los olfateadores de cataclismos político-territoriales. Los de ya-lo-avisé-yo han alertado que, al igual que los atracadores callejeros, los gallegos desafectos pueden empezar por pedir la hora y acabarse llevando la cartera, o dando una puñalada por la espalda. Los estrategas del BNG por un lado, la clase política en general y los cronistas por el otro, llevaban semanas mareando la perdiz de la XII Asemblea Nacional, sin darse cuenta del mensaje obvio: "Era el huso horario, estúpidos".

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