El cajero tozudo
En general funcionan bien y prestan un notable servicio a la comodidad de los ciudadanos, y son tan semejantes al ser humano en el desarrollo de sus funciones que también cometen estúpidos errores. Sólo les falta pedir disculpas y tomarse un trago con nosotros al remediarse la equivocación. Hablo de los cajeros automáticos, que son esas máquinas accesibles a todo el mundo y a todas horas que en el País Vasco suelen quemar los patriotas, sin que nunca haya podido establecer relación causal entre un sentimiento y el innegable acto vandálico e irracional.
Pues a veces se equivocan, se estropean y en lugar de permanecer impávidos y mudos, como corresponde a los mecanismos que se averían, los cajeros, algunos cajeros, se enfrentan con insufrible chulería a los usuarios.
El colmo para mi paciencia llegó cuando otro artilugio me planteó electrónicamente que mi saldo era insuficiente
Es lo que me ocurrió la otra mañana cuando, irracionalmente yo también, la emprendí a patadas con una de estas máquinas, más bien con su base. Gesto pueril y estúpido, o sea que me convertí en un ser aturdido y mentecato con un pie lesionado. La cuestión es que pretendí utilizar la tarjeta que sirve para extraer dinero y la máquina, en lugar de entregármelo, comenzó a interrogarme con frases cortantes, secas y, a mi juicio, poco democráticas, todo ello tras haber probado, infructuosa y patosamente, introducirla en la ranura en posiciones sin duda equivocadas y haber escupido la cartulina despectivamente.
Al fin, desapareció el documento y comenzó la inquisición. En primer lugar, por el idioma en que prefería dirigirme a ella; después, que tecleara el número secreto y no olvidara pulsar el botón verde para continuar nuestra relación.
Esto realizado, entramos en materia al interesarse por la cantidad que pretendía extraer.
Hube de repetir alguna de estas operaciones por torpeza congénita. Si duda para ganar tiempo, la máquina me informa de que la operación está procesándose, algo que cualquiera puede imaginar sin necesidad de que se lo escriban. Sonaron unos ruidos y apareció, con un ribete de burla, el siguiente letrero: "Operación no autorizada. Retire su tarjeta".
¡Inconcebible! ¿Quién había denegado la solicitud?
Entré en la oficina, que no era la que utilizo habitualmente, con un principio de cólera por los casi diez minutos transcurridos. Tras una breve cola ante la única persona que parecía condenada a entenderse con el público, ésta me aconsejó que repitiese las operaciones, poniendo claramente en duda mi capacidad intelectual para realizar unas manipulaciones aparentemente simples.
Fue inútil, parecía que mi torpeza no era transitoria. Con recelosa amabilidad también fui advertido de que entraba en lo posible que el misterioso circuito estuviera saturado o averiado. Compadecidos de mi ignorancia, fui advertido off the record de que, si persistía en el empeño, entraba en lo posible que la máquina "se tragara" la cartulina y no la devolviera, lo que encerraba la sutil sospecha de que hubiera sido robada.
Por último, aconsejaron que me dirigiera a otro establecimiento, aceptando de mala gana que el mecanismo estuviera estropeado.
La sucursal que custodia mi enteco patrimonio estaba lejos y probé en dos oficinas más. Una, de entrada, espetó displicentemente: "Tarjeta no operativa", y confieso que me dolió. Otra estafeta informaba de que posiblemente mi tarjeta estaba desactivada, lo que podía ocurrir por hacer uso escaso de ella. Pero el colmo para mi maltratada paciencia llegó cuando otro artilugio, más descarado que los anteriores, me planteó electrónicamente, con malevolencia, que quizás mi saldo era insuficiente.
Al llegar ahí me invadió una inédita furia y la emprendí a puntapiés, lo que provocó la inmediata aparición del guarda de seguridad para informarse de mi desordenada actitud.
Ganado por la ira, le dije lo que pensaba de la máquina, de los padres de la máquina, del sistema impersonal y robótico de tratar al público, y evité toda alusión personal en consideración al metro ochenta y la porra que colgaba de la cintura de vigilante.
-¡Mire usted! -pude articular-. Este miserable aparato me trata como si quisiera darle un sablazo o atracarle. Tiene mi dinero, ¿sabe? ¡Mi dinero!
Agarró mi brazo con energía, aunque sin brusquedad, y me puso de patitas en la calle, aunque le agradecí la delicadeza de no darme explicaciones. Tuve que entrar en un bar donde conocía al camarero, que me prestó el dinero necesario en aquellos momentos.
Mañana me van a oír en el banco. Ya lo creo...
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