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Columna
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En otra dirección

Tengo presente, mientras escribo la columna de hoy, la fotografía publicada por este mismo diario el domingo pasado: es la imagen de un niño iraquí muy pequeño, colgado de una sombra (el pie de foto nos dice que esa mancha negra es su madre, que le lleva al hospital porque está herido), con los ojos inmensamente abiertos. Todo impresiona en esa fotografía: el doloroso desconcierto del niño, los rastros evidentes de sus heridas y, sobre todo, esos ojos negros que miran de par en par -como despegándose, escapándose- no hacia donde va su madre, sino en sentido contrario. Tiene razón ese niño en mirar, y en obligarnos a mirar con él, hacia el otro lado, en una dirección opuesta al hospital y las heridas. Tiene razón en señalarnos el contra-sentido, la contra-orientación de un mundo que manda niños rotos a los hospitales, como si los niños no tuvieran nada mejor que hacer que morir de bomba o de bala, o que crecer cicatrizando. Le tengo presente mientras escribo estas líneas; me pregunto si sobrevivirá esta vez y hasta cuándo, y, si llega a crecer, en qué clase de persona van a convertirle los recuerdos, las pérdidas, las marcas de hoy.

Esas preguntas me acercan a otra interrogación y a otros niños más familiares y me hacen evocar las palabras del naturalista y escritor bearnés André Cazetien, que dice que no hay qué preguntarse qué planeta les vamos a dejar a nuestros niños, sino qué niños vamos a dejarle a nuestro planeta. Y creo que también acierta al mirar -y hacernos mirar con él- hacia el otro lado, en el sentido contrario de la marcha. Lejos de los debates automatizados, de los lugares global-comunes, de los discursos en trompe l'oeil, esto es, que esconden una construcción que contradice su propio paisaje. ¿Qué clase de niños estamos preparándole al mañana; con qué formación, qué valores, qué dinámicas relacionales o patrones de convivencia, qué deseos? Tal y como los estamos diseñando, ¿crearán realmente futuro o se limitarán a conjugar, anacrónica, envejecida, temerariamente, nuestro mismo presente? Es decir, ¿rectificarán los titulares de la actualidad: la depredación energética, la contaminación, la corrupción, la violencia de género, los silencios antidemocráticos, el polonio y el uranio, el hambre y la guerra, o sólo los reproducirán, corregidos y aumentados, mientras aguante la máquina, hasta que reviente?

Si quisiéramos un mañana en paz, ¿por qué propondríamos hoy a los pequeños juegos de guerras y enemigos? ¿Por qué toleraríamos anuncios que les incitan a mover sus tropas ("trescientos batallones en tus manos"), preparar la ofensiva o la defensa con "tu máquina de batalla", a usar la superpistola o los cohetes? Si quisiéramos un planeta en verde, una convivencia de transporte público, ¿qué sentido tendría contagiar a los niños el vicio de los coches rugientes y veloces? Si de verdad deseáramos un mundo sin discriminaciones ni agresiones de género, ¿por qué acostumbraríamos a los niños y a las niñas a asumir y a cultivar desde su más indefensa edad roles y gustos no sólo diferenciados, sino jerarquizados? Pues eso es lo que hay. Ésos son los mensajes que nuestros pequeños reciben, a diario, a través de una publicidad perfectamente calculada para atribuirles a ellos el poder, el mando, "el control total", y entrenarlas a ellas en el cuidado del bebé o en la dependencia de la peluquería, el maquillaje y la moda. La mayor parte de los anuncios de juguetes se expresan hoy en un estilo tan descarado, tan abiertamente sexista, que no hace falta ni mirarlos para reconocer (y aprender) el reparto de roles, basta con oírlos: si la voz es asertiva y enérgica, es que la oferta es masculina; si es meliflua y empalagosa, es que alienta la feminización. Abril es el mes más cruel, escribió T. S. Eliot. Para el futuro planetario entiendo que el más cruel es diciembre, porque es el mes en el que caben más anuncios infantiles, esto es, más semillas de presente en el porvenir, menos esperanzas de cambio. Tiene razón el niño de la foto cuando mira, busca, en otra dirección.

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