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FUERA DE CASA
Columna
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La Gran Vía

Estoy en México; aún diría más, estoy en Jalisco. En Guadalajara, lejos de la Alcarria y, lo que es peor, lejos de Sigüenza. Pero aquí estoy, más reposado que reposando, entre tequilas y libros. Final de feria. Rodeado de andaluces y recordando aquello que le preguntaba la madre de Machado a Antonio cuando cruzaban la frontera hacia el exilio francés: ¿cuándo llegamos a Sevilla? No volvieron a Sevilla, tampoco les esperaban. Ni volvieron a Madrid. De la Gran Vía, ni hablamos. No era Machado muy de la Gran Vía. Su estilo estaba más cerca de barrios mesocráticos o de jardines secretos. Más cerca de la glorieta de Bilbao, de El Comercial, el penúltimo de los cafés supervivientes de un país, de una ciudad, que ya no existe.

Sin embargo, en México, donde encontraron refugio, café, copa y tertulia tantos compañeros perdedores de Machado, todavía se piensa mucho en ti, Madrid. ¿En qué Madrid piensan los mexicanos? Los jóvenes, si es que piensan en alguno, es en el de Sabina, otro que es poco de la Gran Vía y que está por Jalisco celebrando ser andaluz de Tirso de Molina. Los mayores piensan en aquella canción de Agustín Lara sobre la Gran Vía y el Chicote. Ni existe aquella Gran Vía, ni aquel Chicote, aunque los dos sigan vivos, artríticos, noctámbulos y quitándose del alcohol. Y al menos para mí, y creo que para el premio Nacional de las Letras Raúl Guerra Garrido, la Gran Vía sigue siendo nuestra gran calle. La ensoñación y el recuerdo de una calle que no conocimos en sus esplendores, pero que la recordamos por los relatos, las fotos y el cine. Tres de las mejores maneras posibles de mitificar la realidad.

La noche anterior de escaparme para Jalisco estuve a punto de rajarme. Estaba en la ensoñación de la Gran Vía y me dio por pensar que los mejores lugares para estar eran todos aquellos tan incorrectos, y ya tan inexistentes, como los que recordaba Fernando Fernán-Gómez en su conversación hecha película. La firman dos genios sin apuros, dos cantamañanas y noches, llamados Luis Alegre y David Trueba. Dos listos que van por libre aunque estén subvencionados. Dos jóvenes maduros que son capaces de inmiscuirse e inmiscuirnos en el mundo de Fernán-Gómez. Una joya del cine de acción en poco más de ochenta minutos. El estreno, en el más clásico de los cines que siguen vivos, el Capitol, resultó como de una noche de estreno de los infelices cuarenta, pero con menos egabrenses. Un éxito de crítica y público. Una película apasionante con un solo actor en casi un solo plano; no se atrevieron a tanto, pero podría haber sido igual de entretenida.

Casi noventa minutos con un muy parecido plano de Fernán-Gómez. Otra de nuestras rarezas que hay que conservar. Está estupendo; bueno, más o menos como la Gran Vía, artítrico, noctámbulo y quitándose del alcohol. Ah, también está sentado en una silla -así se llama la película, La silla de Fernando- que nunca vemos.

Dijo John Ford, el director que filmó tantos paisajes que siguen en nuestra retina, que el mejor paisaje era el rostro humano. En las películas de Ford hay algunos magistrales ejemplos. Allí podría haber estado el rostro que llena esta pequeña gran película. Un rostro mal afeitado, con algún corte mal curado, con maquillaje invisible y una elegancia inimitable en lo que dice y cómo lo dice. Da igual que lea una guía de contactos, que se ponga a historiar mal la Guerra Civil; que diga lo que piensa de los curas, del poder, de los franquistas, de los actores, de la mala vida, de la buena vida, de la Gran Vía o del bar del aeropuerto de Barajas. Da igual: la libertad y la inteligencia le acompañan en el fondo y en la forma. Incluso cuando se equivoca.

Habrá otros vividores de aquellos años, otros mejores conocedores de la Gran Vía y de otros treinta o cuarenta lugares de España, Lugo incluido; pero que lo cuenten como Fernán-Gómez, de ésos ya no hay ni en la Gran Vía, ni en todo Jalisco.

Dicen que cuando actuó Lola Flores en el Covent Gardent de Nueva York, al día siguiente la crítica de uno de sus grandes periódicos destacaba en titulares: "No canta ni baila, no se la pierdan". Pues eso, Fernán-Gómez no canta, ni baila, ni desde luego es el mejor historiador, ni el más correcto en política, en vida sana o en costumbres saludables. Ni es el mejor para ser invitado a una convención radical feminista. Incluso, aún diría más, es posible que nunca sea invitado ni para dar el discurso de las alcaldesas de Zamarramala. Ni como chico del coro de una iglesia de barrio. Y es posible que no tenga el más suave y amable de los humores. No lo niego. No es perfecto, pero, la verdad, a uno le da mucha envidia poder pasar unas horas, aunque sea con unos tequilas, con alguien como él. Pero no puedo. Aquí estoy enganchado a los libros. A esos que, como dice Fernán Gómez, ya solo tendré tiempo de saludar y pedir disculpas por no poder haber leído. Así somos. Aunque no seamos Fernán Gómez, el rey, o mejor dicho, el mejor republicano de la Gran Vía.

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