Una pica en Flandes
Diez años de éxito popular de las aventuras del Capitán Alatriste, soldado de los Tercios Españoles en pleno siglo XVII, es una hazaña casi tan importante en nuestro tiempo como era en su época "poner una pica en Flandes". Arturo Pérez-Reverte ha conseguido que una criatura de ficción se haya convertido, y más todavía al ser llevado al cine, en un héroe español, no por perdedor y matón menos héroe -más bien al contrario-, cuyas aventuras nada tienen que envidiar a las que nos deslumbraban en las historias del Oeste americano, cuando los valientes personajes se enfrentaban a todas las dificultades con su particular código ético: la lealtad a la palabra dada se cumple por encima de todo, las cosas que se empiezan no pueden dejarse a medias, la dignidad personal está por encima del éxito inmediato, al enemigo -y sobre todo a aquel que exhibe una crueldad deliberada- no se le perdona jamás, incluso aunque se le perdone la vida. Además, Alatriste es siempre leal a sus juramentos, pero no es fiel; en la antigua Castilla la diferencia entre el terreno de la lealtad y el de la fidelidad era bastante claro: fiel es el que sigue al Señor sin preguntarse por la justicia de su causa, leal es aquel que procura que el señor no cometa injusticia.
Los personajes pueden ser ficticios, pero no lo son ni sus sentimientos ni el sentido de los hechos de su entorno
En un país que, como decía conmovedoramente María Zambrano, "no acepta su propia historia" y la entiende solamente "como sombra, como culpa solamente" -igual por lo demás que en su percepción hacia las mujeres, remataba-; en un país como España cuyos ciudadanos "tienen historia a pesar suyo -proseguía Zambrano en sus comentarios a los Episodios de Galdós-; (los españoles) no la viven, no se entregan a ella con la consecuente docilidad del europeo y especialmente del francés"; en un país con tal ambiente intelectual y emocional en amplios sectores dirigentes, como también han observado asombrados muchos de nuestros mejores hispanistas, que el Capitán Alatriste -soldado valiente y espadachín a sueldo en la dura España del barroco- incite a interesarse mínimamente por la historia de su época y que ésta haya sido recreada con tanto mimo en una obra de ficción es siempre un soplo de aire fresco. Pues, a mi parecer, estamos ante una escritura que recoge cuidadosamente hechos y datos históricos, pero que nunca ha pretendido entrar en ese obsoleto apartado de la "novela histórica" que últimamente se prodiga con una textura tan plana, sino que se recrea en la alegría de contar una historia, en la libertad de utilizar la ficción para aventurar verosímilmente las posibilidades de unos personajes en un contexto cotidiano que les ha tocado vivir y sobre el que actúan de forma que el lector puede reconocer en sus reacciones sus propias realidades existenciales o sus sueños de libertad y dignidad personal.
Alatriste es un supervivien
te, un guerrero -un buen guerrero profesional- que sobrevive en el multinacional "ejército católico" de S. M., en un momento en que el número de soldados españoles en Flandes -la temible infantería de las Españas, en la que los españoles eran una minoría que combatía siempre junta y no se rendía jamás- dependía en buena medida de las fluctuaciones de la economía castellana y de una curva de salarios que quedaba desbordada por los precios y que obligaba a aceptar el oficio de soldado, como estudió excelentemente G. Parker. Pues hay que recordar que España, en palabras de Díez del Corral, "era un país con vocación guerrera y capaz de movilizar para llevar a cabo sus empresas bélicas gentes de las más variadas nacionalidades de Europa, pero justamente porque no era una 'sociedad militar' en el sentido estricto del término", como podía ser la Suecia de Gustavo Adolfo y Carlos XI y poco después en los casos de Prusia y Rusia, la población española no estaba organizada para fines de reclutamiento militar. Por ello precisamente algunos arbitristas de la época estimaban ya que la declinación de la monarquía hispánica, bajo el Gobierno de los últimos Austrias, se debía al poco entusiasmo militar de sus monarcas: "Se ha cambiado la espada por la pluma... y así vamos", se decía críticamente. Y el juicio que se dio de Felipe IV en el siglo siguiente, por contraste con el ímpetu guerrero de Felipe V, "el Animoso", era tremendamente negativo, incluso en un escritor como León de Arroyal que en sus Cartas al conde de Llerena seguía estimando que la falta de espíritu bélico del monarca y sus inclinaciones por la música, la pintura, los libros, la poesía, "mientras que la monarquía ardía en guerras y turbación" era motivo para considerarle muy por debajo del título de Grande que se le quiso dar. El ejemplo de los monarcas arrastraba a toda la sociedad.
En las relaciones entrecruzadas o fronterizas que en ocasiones se establece entre la novela y la historia, la popularidad del Alatriste de Pérez-Reverte es resultado de un cruce feliz entre saber contar una historia, disfrutándola, y por ello haber sabido crear vida y no simplemente copiar o inventar pasados históricos. Los personajes pueden ser ficticios, pero no lo son ni sus sentimientos ni el sentido de los hechos de su entorno. Como decía un personaje de Thornton Wilder: "Nada es como se cuenta, pero todo es verdad". El mundo de los seres humanos está lleno de personajes literarios, tan importantes para la mentalidad y el imaginario social como los históricos. Alatriste es para nosotros uno de ellos.
Carmen Iglesias es académica de las Reales Academias Española y de la Historia.
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