Hasta cuándo, hasta cuánto
Todavía hay quien se indigna cuando oye calificar a nuestra banda terrorista de grupo político o a los etarras en la cárcel de presos políticos. Pues claro que lo son y a la vista está. "Pero es que se trata sólo de criminales...". Digamos mejor criminales políticos, porque esa criminalidad no altera su naturaleza primordialmente política. Al contrario, lo principal para ellos son las metas y sus justificaciones; lo secundario (aunque sea su rasgo distintivo y más infame) son sus instrumentos, o sea, los atentados mortales. Son criminales por razones políticas y eso, la causa pública por la que han aterrorizado y amenazan con regresar, vuelve sus crímenes aún más horrendos y a ellos mismos mucho más despreciables. El adjetivo "políticos" que cuadra a estos asesinos y a sus asesinatos no debe entenderse como una disculpa, sino como un agravante.
El airado rechazo que en este caso suscita tal expresión proviene de que a menudo ha sido entre nosotros algo biensonante, casi un timbre de gloria. Estaba reservada para esos presos que purgan sus penas por su oposición a una dictadura, la franquista como la más próxima. Incluso si hubieran incurrido en delitos de sangre, la empresa de libertad por la que lucharon los exculpaba en parte. Según eso, ¿cómo llamar también "políticos" a quienes se enfrentan con las armas a un régimen democrático y asesinan en su intento de doblegarlo a sus pretensiones? Primero porque ese carácter político marca la diferencia de sus delitos frente a los crímenes comunes; y además porque, mientras un elemental sentido de justicia puede enaltecer a unos, a estos otros con seguridad les denigra.
Dejar de lado ese carácter haría sin duda mucho más sencillo el llamado "proceso de paz" y el acuerdo final más accesible. Eso sí, al precio de desnaturalizar la entraña del terrorismo vasco, desconocer la magnitud de sus pretensiones y cerrar los ojos a la responsabilidad colectiva que por él nos toca. Como se instalara la creencia de que lo malvado fue nada más que derramar sangre, sólo unos pocos serían culpables: los criminales y, a lo sumo, sus cómplices inmediatos; todos los demás, unos santos inocentes. Bastaría entonces con reducir las penas carcelarias de los primeros y buscarles algún acomodo entre los segundos para que las cosas se enderecen por sí solas. Puras ganas de engañar y engañarse. Sobran las pruebas de que ese mundo no se contenta con tan poco, sino que, persuadido de que sus pregonados derechos (a la soberanía, a Navarra, etcétera) le avalaron para matar, sigue emperrado en que sólo la satisfacción de esos "derechos" le permitirían dejar de matar. Por eso conviene referirse de nuevo a la naturaleza específica de sus fechorías.
¿De verdad que aún no percibimos las insalvables diferencias entre el crimen del amante despechado y el crimen del terrorista de ETA? Mientras aquél se comete en nombre y beneficio exclusivo del criminal, el último se lleva a cabo en nuestro propio nombre como vascos y con miras a un objetivo público: coaccionar al Gobierno para obtener la secesión política. Por eso el ideal de los delitos privados es el secreto, en tanto que lo propio de los públicos -que pretenden amedrentar a los más posibles- es exigir máxima publicidad. A quien mata para apoderarse de lo ajeno no se le ocurre invocar las razones públicas que el terrorista esgrime en su justificación. El crimen ordinario tampoco reclama la ayuda de los vecinos ni suele suscitar otra cosa que la repulsa general, pero nuestros criminales han contado durante más de 30 años con la simpatía y colaboración de una parte de la sociedad vasca (y de cierto "progresismo" español). Complicidad activa de bastantes, complicidad pasiva y silenciosa de muchos más.
De modo que, por contraste con el asesinato privado, el público no afecta sólo en esa sociedad a quienes lo padecen en su carne (las víctimas primarias y su círculo familiar), sino a todos. Los que no estemos de parte del asesino ya somos sus víctimas indirectas, aunque sólo fuera porque sufrimos sus efectos políticos. De esta clase de crímenes, pues, no tenemos derecho a zafarnos. Que hayan venido sin nuestro consentimiento expreso no nos libra de responsabilidad hacia ellos, porque se han cometido con vistas a implantar una nueva unidad política que nos cuenta ya entre sus miembros futuros. Esos crímenes públicos obligan al ciudadano a pronunciarse. Es decir, no sólo a aplaudirlos o repudiarlos, sino a juzgar también la justicia de la causa política a la que sirven, el mayor o menor fundamento de la legitimidad que aducen. Claro que preguntarse por el grado de equidad de los fines, además de la condena inmediata de sus medios terroristas, tiene derivaciones molestas. Tan molestas, que preferimos ahorrarnos las preguntas.
Pues si su propósito último pareciera inicuo a los ojos de la razón pública, dado que entraña la ruptura en dos de una sociedad; o si carece de fundamento democrático defendible, por asentarse en premisas etnicistas y contrarias a la común ciudadanía, la gravedad del crimen es aún mayor que si lo respaldara algún aparente "derecho" que viniera en su descargo. A la maldad de los medios habría que añadir entonces la perversión de las premisas que los fundan y de las metas a cuyo logro se orientan. El Tribunal de Nüremberg condenó a unos criminales nazis, pero no menos a la doctrina y objetivos nazis.
Así las cosas, tal vez este proceso de final del terror aconseje disimular ante el adversario que pensamos todo esto, pero desde luego no dejaremos de pensarlo. Hace muchos años que la tragedia de Euskadi no lleva tanto el rostro de De Juana Chaos como de los miles de personas que reclaman en las calles a gritos su excarcelación. Podrá aliviarse la pena del criminal, pero no cabe pasar por alto la profunda inmoralidad de la causa misma que alimentó o amparó su crimen. Habrá que acabar con ETA, y ello traerá una cierta paz, a sabiendas de que sólo será el primer paso hacia la recuperación de la libertad ciudadana. Pues si el terrorismo debe desaparecer cuanto antes de nuestra vida civil, no es para que el nacionalismo vasco refuerce su presencia en ella, sino más bien para disputar sin miedo y con razones las sinrazones de ese nacionalismo.
De otra manera no habrá descanso para las víctimas ni, en general, para la mitad de los ciudadanos vascos. A fin de cuentas, será más fácil aceptar la clemencia judicial con los asesinos que la tolerancia o, peor aún, la consagración institucional del proyecto político por el que asesinaron.
Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco.
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