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Columna
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Ciudad

La ciudad de Valencia tiene el riesgo de morir estrangulada en sus accesos, mientras se muestra exultante de America's Cup. A todas horas, entrar y salir del entramado urbano supone, además de un martirio, el desperdicio inútil de tiempo y carburante en un entorno en el que no sobra ni lo uno ni lo otro. ¿A qué tenemos que esperar para dar una llamada de atención sobre los desequilibrios de una ciudad que se consume en las contradicciones? ¿De qué nos sirven los avances de la técnica y la cultura de encargo, si no somos capaces de resolver los problemas cotidianos de quien tiene que trabajar y vivir en la ciudad? ¿Qué significa la ciudad si no es capaz de aportar un marco idóneo de convivencia y sosiego?

A fuerza de lamentos y quejas, los valencianos se han visto empujados a optar entre los macroproyectos y las carencias ancestrales de una ciudad que no ha sido capaz de mirarse a sí misma y de respetar las raíces de una urbe abierta y libre.

Entrar y salir de la ciudad constituye el derecho elemental que requiere el contribuyente y el visitante. Valencia es una ciudad constreñida en su propio crecimiento. El aeropuerto de Valencia, que se está renovando, es una vergüenza para los valencianos que ven cómo se lleva a cabo un proyecto descerebrado que aunque funcionara a la perfección ya es insuficiente para dar servicio a un entorno urbano que se expande sin proyecto. El puerto de Valencia pretende incrementar sus muelles y sus atraques en una carrera sin fin hacia Baleares, mar a través y mirando de reojo a Gandia y Sagunto donde no tienen ningún inconveniente en fondear los barcos transoceánicos que vienen de Asia o del continente americano. Más o menos pronto iremos a Madrid en tren de alta velocidad con un trayecto de dos horas y en paralelo hay sugerencias de establecer un trazado de ferrocarril por Cuenca para evitarnos más de cien kilómetros de rodeo por Albacete.

En breve seremos la ciudad de Europa con más multas por aparcamiento indebido, cuando nuestros munícipes son incapaces de ofrecer alternativas sensatas y eficaces. En Londres se paga por circular por el centro de la ciudad, pero se circula y se aparca. En Valencia ni lo uno ni lo otro, a pesar de que sí se paga un impuesto de circulación cuando no se puede circular. En Valencia, sede de la Generalitat, tenemos con nosotros a los más prestigiosos directores de orquesta del mundo que nos acercan a las más altas cotas de la lírica operística, cuando nuestros hospitales necesitarían derribar sus muros y desparramarse para ofrecer suficientes camas.

¿Quiere decir que nuestros médicos y el personal sanitario son incompetentes o que se duermen en el cumplimiento de su cometido? La explicación de esta situación de unos servicios de salud saturados está en la insuficiente dotación de recursos humanos, de instalaciones adecuadas y de surtidas partidas presupuestarias. No se puede abusar de triunfalismos cuando tenemos unos índices de lectura bajísimos, que sólo se incrementan en el subsector de los periódicos gratuitos que constituyen el mejor instrumento de la desinformación disfrazada de intenciones ilustradas.

Las ciudades siguen siendo el núcleo de la civilidad. Los ayuntamientos, que representan la quintaesencia del poder municipal, tienen la misión de aproximar a los ciudadanos y no contraponerlos por razones partidistas y estériles. Las ciudades son muy importantes para la política y para la economía. Sin ir más lejos es un fracaso para Valencia que estemos más de 20 años reivindicando un acceso al puerto de Valencia por el norte, cuando cada día es más remota su realización. El agua es importante, como lo son las infraestructuras y el corredor mediterráneo para poder ir por carretera desde la frontera francesa hasta Algeciras. Pero todavía nos queda la tarea de aproximarnos a nuestra historia, sin perder de vista nuestras necesidades y sin caer en la trampa demagógica.

En Estambul -antigua Constantinopla, capital del Sacro Imperio Romano- hay un delicioso café que se llama Pierre Loti, porque era el lugar escogido por este escritor francés para dejar pasar el tiempo mientras escribía contemplando el Bósforo desde el Cuerno de Oro y a caballo con el Mar de Mármara. Estambul, -que fue Bizancio- está ahora de moda de la mano de Orhan Pamuk, merecidísimo Premio Nobel, hijo digno de una ciudad milenaria que vuelve a asombrar al mundo, con el poso de cultura y sabiduría que ha heredado y devuelve a la sociedad desde su inquebrantable posición intelectual y con la inevitable crítica de quien sabe que la reivindicación es un arma irrenunciable para que la humanidad progrese. El reciente libro Estambul. Ciudad y recuerdos, es un monumento escrito a la fidelidad comprometida de un intelectual que asume su desafío con sus raíces y su entorno.

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