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Columna
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Miró

Se inaugura en Barcelona una exposición dedicada a Joan Miró en las dos últimas décadas de su dilatada vida artística. Una etapa crepuscular, según se mire, de la que no ha desaparecido la inquietud, pero sí la fiebre de los años de París, cuando formaba parte de una flota de astronautas en busca de un nuevo universo formal. Entonces todo era exploración y descubrimiento. Luego pasan las décadas y aterriza un Miró más maduro y más sabio. No hay decadencia personal ni su propuesta está agotada ni superada: la obra de Miró es tan actual hoy como hace 50 años. En París, Londres, Zúrich, Chicago y Tokio ya saben quién es Miró, pero sobre todo Miró sabe quién es Miró: ha tenido tiempo de averiguar a través de su propia experiencia y de voces autorizadas en qué consiste su arte y su técnica y qué aspecto de su talento lo hace inconfundible e inimitable. También conoce, como todo artista, sus limitaciones: las parcelas de creación de las que no está excluido, pero sí exiliado. En estas décadas la obra del genio reconocido se mueve sola, por su propia masa. Miró es una figura pública, no porque sea una celebridad cuya firma da valor a cualquier cosa, sino porque lo que haga, además de ser patrimonio a secas, es patrimonio cultural. Ya no trabaja para el arte, sino para una sociedad que lo ha aceptado, no por fariseísmo o hipocresía, sino porque su mensaje ha calado. Miró es consciente y a menudo lo asume de un modo directo y funcional. A veces la sociedad está representada por una buena causa o una institución altruista; otras veces, sólo por una pieza importante del engranaje social. Con frecuencia acepta estos encargos no por vanidad ni por codicia, sino por incapacidad de decir que no. No todo le sale igual de bien: los murales, las esculturas a gran escala y, en general, el mobiliario urbano no es lo suyo. Uno nunca sabe si Miró se divertía pintando lo que pintaba. Da la impresión de que sí, pero sólo en la primera etapa. En la última hay más empeño y satisfacción que alegría. Mientras su obra recorre el mundo, él trabaja en su taller de Mallorca, en una paz no exenta de tensiones. No produce nada malo; algunas piezas cortan la respiración. La conclusión no es muy profunda, y dice así: el arte lo hacen artistas.

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