Un hombre reservado
Isaac Gálvez era un buen tío. Callado. Reservado. Siempre serio. Ni siquiera cuando ganaba una carrera, cuando desbordaba a todos en el sprint y levantaba los brazos, se concedía el derecho a reír, a mostrar su alegría.
Es que los de la pista son así, pensaban sus ruidosos compañeros de equipo de carretera, los Pereiro, Valverde, Purito Rodríguez, chavales con aires infantiles que no paran de tramar bromas e inocentadas durante las concentraciones. Es que su mundo es otro. Y parecía que Gálvez, cuando estaba en su mundo, en su nube, tumbado en la cama del hotel leyendo un libro, la noche de una etapa del Tour de Francia, por ejemplo, estaba ajeno a todo, que no se enteraba de nada. Podía entrar quien fuera en el dormitorio que él ni se inmutaba. Pero luego tenía su punto y sorprendía a todos con una broma inesperada, con su sentido del humor agudo, con su gracia. "Era un cachondo que no paraba de devorar libros", dice su compañero Pablo Lastras.
"Era curioso y solitario", dice Eusebio Unzue, su director los tres últimos años en el Illes Balears y el Caisse d'Épargne, un técnico que tuvo que soportar anualmente indirectas y críticas veladas por empeñarse en alinear todos los años a Gálvez en el Tour de Francia, una carrera en la que nunca se lucía, en la que destacaba por sus caídas, que siempre tenía que abandonar a la mitad. Porque, aunque en la carretera Gálvez consiguió algún triunfo de prestigio -una etapa en los Cuatro Días de Dunkerque, la Clásica de Almería, una etapa en el Critérium Internacional-, en ella se sentía como un pez fuera del agua, desplazado, sin sitio. En ella se labró fama de kamikaze, de hombre que no ve el peligro, de lanzado. En ella necesitaba cortejar el peligro para triunfar; como los toreros tremendistas, acercar su pecho a los pitones afilados. Lo mismo que se dijo, en su momento, de Manuel Sanroma, un velocista manchego que se mató en un sprint de la Volta a Catalunya en 1999, una llegada a Vilanova i la Geltrú, el pueblo en el que precisamente había nacido Gálvez el 21 de mayo de 1975.
"Quizás confiaba demasiado en sus reflejos, en su habilidad circense, en su sentido del equilibrio", dice Unzue de Gálvez. Quizás veía huecos imposibles, espacios donde no los había. El resultado muchas veces era catastrófico y ni siquiera vacas sagradas del sprint, como Mario Cipollini, se libraron de su ardor.
Lo suyo era la pista desde que su padre, Paco Gálvez, infatigable cicloturista de la comarca del Garraf, lo llevara junto a su hermano Ramsés al velódromo de Horta, en Barcelona. Allí, compitiendo con Juan Antonio Flecha, otro que destaca como corredor profesional, le salieron los dientes como ciclista. Allí se enamoró de los óvalos de 250 metros, de las lustrosas y ricas maderas africanas, de los peraltes pronunciados, del vértigo de la velocidad, de la mística del piñón fijo. Allí su destino se cruzó con el de Joan Llaneras, el pistard más laureado, con el que acabó formando la pareja ideal.
Gálvez, sprinter, ciclista de potencia bruta, era el complemento ideal de Llaneras, corredor de ritmo, de pedal ligero, en las pruebas de madison, en la americana en la que juntos conquistaron dos Campeonatos del Mundo, en 1999 y 2006.
El último maillot arcoiris conquistado a medias llegó después de la amargura de los Juegos de Atenas, que Llaneras debió disputar, cariacontecido, con otro compañero (Alzamora, con el que había ganado el Mundial del 97) y no con Isaac, con el que tan bien se llevaba, tan callado, tan reservado como él. Con Llaneras, el boss de la pista, Gálvez se introdujo en el circuito de los Seis Días, las pruebas anacrónicas en las que mantenía el golpe de pedal los inviernos, las carreras con las que redondeaba sus ingresos.
Con Llaneras estaba Gálvez en Gante, disputando, orgullosos en su maillot arcoíris, sus novenos seis días juntos. Quedaban diez minutos para que terminara la madison. Gálvez remontaba para iniciar un ataque. Acababa de recibir el relevo, el choque de la mano de Llaneras. El último apretón del amigo.
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