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Columna
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Piedra en el corazón

Ahora resulta que los más viejos son los más jóvenes, y en inquietante ascensión. Scorsese, Clint Eastwood, Woody Allen. Han vuelto a la carga con una artillería que nos han sacudido las neuronas del gusto. Daría algo por saber qué vitaminas toman para que cada nueva película sea mejor, más fresca y emocionante. Será que en el arte (o sea, cuando uno se entrega en cuerpo y alma a una tarea inútil) no se tiene edad, sólo talento y ganas y una aceptable salud para resistir a los que quieren quitarte de en medio. Juventud no es sinónimo de originalidad y novedad, como vejez no lo es de sabiduría y paciencia, depende del sujeto en cuestión.

Hoy por ejemplo he metido la mano en esa atmósfera cero en que libros y películas luchan por conservar sus encantos y he sacado uno: Micromegas, de Voltaire. Sí, señor, siglo XVIII, pelucas de bucles y racionalismo, ciencia. Y... ciencia ficción.

Micromegas es un habitante de Sirio que se encuentra con otro de Saturno y ambos se dedican a viajar por unos cuantos mundos incluido el nuestro. Sus conversaciones son sabrosísimas y divertidas al compararse entre sí. Mientras que el saturnino tiene 72 sentidos, Micromegas posee mil "y todavía nos queda no sé qué vago deseo, no sé qué inquietud, que nos advierte continuamente que somos poca cosa", se lamenta. El saturnino por su parte comenta amargamente que no se atreve a hacer proyectos porque en su planeta sólo viven 15.000 años, a lo que el sirio, cuya esperanza de vida es mucho mayor aún, le contesta que cuando el momento de lo que llama metamorfosis llega "haber vivido una eternidad o haber vivido un día es exactamente lo mismo". Verán que hay una libertad de tono en todo el relato que a su lado cuánto de lo que se escribe ahora mismo resulta atrasado, impostado y miedoso. O todo lo contrario, forzadamente osado. Después de leer Micromegas, pensamos, pero qué absurda existencia. Y para reforzar la idea nos vamos a la insuperable La Metamorfosis, de Kafka. Y de ahí a Carpe Diem, de Saul Bellow. Y de ahí a la televisión.

En pantalla aparece Pedro Subijana, al que han concedido tres estrellas Michelín (¡felicidades!). Es normal que esté orgulloso, él mismo cuenta que hay clientes tan adictos a las tres estrellas que van de un restaurante a otro del mundo en avión privado solo para comer. Todos nos lo tomamos con naturalidad, así son las cosas. Hasta que al rato en éste u otro programa se nos informa de la terrible realidad de los niños esclavos, gracias a los cuales compramos productos hechos en China a precios irrisorios.

Vemos a ese niño héroe que se reveló en otro país (¿cuál era?) donde la infancia no vale un euro y lo asesinaron, (¿cómo se llamaba?). Espero que no se me olvide no volver a comprar sospechosamente barato. ¿Y los niños explotados sexualmente? Mientras tanto, Tom Cruise, y otros por el estilo, no sólo gasta dinerales en verdaderas tonterías sino que hace ostentación de ello. No sé con quien quedarme, si con él o con Brad Pitt y Angelina Jolie, siempre promocionando su caridad y estilo por el tercer mundo.

También confesaba en una entrevista José Lladró, ese hombre que llenó los aparadores de medio mundo de figuras de porcelana, que tuvo que ganarse la vida desde los siete años. La realidad es que uno tiene que cargar con su infancia, buena o mala, toda la vida. Pero ésta es una sociedad incapaz de sobrevivir sin crear dolor a pequeña o gran escala, según las posibilidades de cada uno, como si no tuviésemos bastante con el que nos viene impuesto por el azar o la enfermedad.

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No hay nada más duro y absurdo que el dolor porque es difícil saber qué hacer con él, ni para qué sirve. Pero ahí está, tratando tal vez de decirnos algo que no comprendemos.

Quizá por eso, para desentrañarlo, escribió Pío Baroja su tesis doctoral sobre algo tan rotundo como el dolor. Y quizá por eso, uno de nuestros grandes novelistas de hoy, Luis Mateo Díez, nos ha regalado una novela hermosa y transparente, La piedra en el corazón, en que en medio del dolor de todos ("Es imposible sentirse menos indefensos", dice), provocado por los siniestros acontecimientos del 11-M en Madrid, hay una chica, Nima, cuya mente enferma sufre sin los demás, poseída por el poder del dolor.

En su lucha contra él, su madre dice: "El corazón, ya lo sé, no es de piedra, es impenetrable, pero aquella Princesa infeliz jamás supo la razón de su infelicidad, y nosotros tampoco".

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