"Pedir el perdón de las víctimas sería una nueva forma de violencia"
Adriana Faranda (Tortorici, Sicilia, 1950) fue fundadora, en 1973, del grupo Lucha Armada Poder Proletario. Luego pasó a la dirección estratégica de las Brigadas Rojas y en 1978 participó en el secuestro y asesinato del dirigente democristiano Aldo Moro. Faranda no estaba de acuerdo con la ejecución de Moro, por lo que abandonó la organización terrorista. En 1979 fue detenida y condenada a cadena perpetua. En la cárcel participó activamente en el proceso de disociación que condujo a la práctica extinción de los grupos armados italianos nacidos en los setenta. Fue un sistema pensado por un grupo de terroristas encarcelados por el que renunciaban a la lucha armada y confesaban sus delitos, pero sin denunciar ni implicar a ninguno de sus ex compañeros y sin renunciar a su ideología, lo que les distinguía de los arrepentidos y de quienes colaboraban con la policía para reducir la condena. El Estado fomentó luego la disociación como instrumento para acabar con el terrorismo.
"No debería darse una amnistía, pero sí un indulto que cerraría el capítulo hasta para los presos"
"Vimos que nuestra lucha armada se había convertido en una guerra privada con el Estado"
"En las cárceles se abrió la 'caza al traidor'. No era fácil discutir sobre la disociación"
"Los religiosos tuvieron un papel clave, mediaron con el Estado para lograr la solución política"
"Vendí mi casa y repartí lo que obtuve por ella entre las víctimas a través de un sacerdote"
Faranda, que recuperó la libertad en 1995, acaba de publicar El vuelo de la mariposa, relato literario sobre su experiencia en prisión y su adiós a las armas. En esta entrevista, realizada en una casa de campo sobre el lago Bracciano, cerca de Viterbo, habla de su historia y de los mecanismos políticos que permitieron acabar con la violencia.
Pregunta. Han pasado casi 30 años, pero aquellos años del terrorismo aún no parecen superados.
Respuesta. Porque hubo casos que incidieron de modo muy particular en la historia italiana, como el de Moro. Las Brigadas fueron sólo una de las puntas de un fenómeno que abarcó una miríada de grupos y personas que confluyeron de forma estable o temporal en un proyecto revolucionario.
P. El escritor Erri de Luca dice que la herida no empezará a cerrarse hasta que un indulto clausure ese pasado.
R. Las soluciones políticas aplicadas en Italia fueron muy eficaces en la desarticulación del terrorismo. Pienso en la primera ley, la utilizada por los arrepentidos, los que colaboraron con la justicia, y en la segunda ley sobre disociación, que dio fuerza a un fenómeno político de deslegitimación de la lucha armada desde el interior de la propia lucha armada. Pero no se fue más allá. Quizá tiene razón Erri. No debería darse una amnistía, creo, porque supondría la cancelación de los delitos, pero sí un indulto, que cerraría el capítulo incluso para quien sigue en la cárcel porque no ha querido arrepentirse ni disociarse. De todas formas, un indulto sin revisión histórica sería insuficiente.
P. La disociación funcionó muy bien.
R. La disociación sin cooperación con la policía empezó en las cárceles mucho antes de que el Estado la tipificara con una ley. Nació porque en las cárceles muchos compañeros, entre los primeros Valerio y yo, nos dimos cuenta de que la lucha armada no era un instrumento válido para transformar la sociedad. También pusimos en duda uno de los principios del marxismo-leninismo, que el fin justifica los medios. Otra constatación fue la de que la situación empeoraba. No se abrían nuevos espacios de libertad, sino que, al contrario, se cerraban. Nuestro referente político, la clase obrera, cada vez tenía menos posibilidad de expresarse. Las BR eran un grupo clásico, fiel a la dictadura del proletariado. Veíamos que ninguna transformación social podía ser impuesta desde arriba. Y que nuestra lucha armada se había convertido en una guerra privada entre nosotros y el Estado, sin relación con las esperanzas y condiciones de vida de aquellos a quienes supuestamente dábamos voz.
P. ¿Cómo se vivió la disociación en el interior de las Brigadas Rojas?
R. En mi caso comenzó muy poco después de mi detención. Para nosotros no eran importantes las posiciones individuales, sino conseguir que la lucha armada fuera desprovista de legitimidad. No queríamos actuar en términos militares, como los arrepentidos, que permitían que se detuviera a otras personas y que la lucha armada fuera frenado por la vía militar. Nos interesaba acabar con la lucha armada en términos políticos, aportar argumentos y librar una batalla dialéctica en las cárceles que se reflejara en el exterior, para cuestionar las raíces de nuestra elección de la violencia. Eso sólo podía hacerse colectivamente.
P. ¿Habría sido más fácil si todos los interesados hubieran estado en la misma cárcel?
R. Absolutamente. Ésa fue una exigencia que también maduró lentamente. Vimos que había que crear espacios en los que pudieran confluir quienes se sentían dudosos. Porque entretanto se había abierto en las cárceles la caza al traidor y se habían registrado homicidios. En ese ambiente no era fácil discutir sobre la disociación. Pedimos al Ministerio de Justicia que se crearan espacios para lo que nosotros llamábamos "áreas homogéneas", a los que pudieran acudir todos los que quisieran sumarse a la crítica a la lucha armada. El ministerio fue sensible a la petición porque entendió que era importante.
P. ¿De qué años estamos hablando?
R. De 1983, 1984, 1985... También eso fue lento. Con las áreas de disociación, el proceso pudo despegar. En el primer juicio por el caso Moro, Valerio Morucci y yo presentamos un documento que hablaba de "superación de la lucha armada". Aún no se hablaba de disociación ni de áreas homogéneas. En el segundo juicio realizamos la primera confesión de nuestras responsabilidades personales, sin implicar a otros, porque considerábamos justo e importante que cada uno se hiciera cargo de su responsabilidad y que se reconstruyeran los detalles de una serie de acontecimientos, de acciones armadas, que habían conmocionado Italia. Ésa fue la primera vez que en un tribunal ocurría algo así. En juicios sucesivos, que no nos concernían a nosotros, sino a organizaciones como Primera Línea, hubo reconstrucciones del mismo tipo por parte de otros compañeros que también se distanciaban de la lucha armada.
P. Y los irreductibles de la lucha armada, ¿no distinguían entre quienes se disociaban y quienes colaboraban con la policía?
R. En realidad sí distinguían. Porque el proceso de disociación se desarrolló de forma cauta, y cuando empezó a expresarse era ya lo bastante vasto como para que no pudieran afrontarlo en términos de ejecución, de eliminación física del fenómeno. Nos acusaron, nos amenazaron, pero en todo lo que se hizo contra nosotros hubo sólo dos episodios ambiguos. Uno, la ejecución de un compañero en la cárcel, quizá por error. Y luego, una tentativa de homicidio contra una compañera que participaba en la disociación. Fue ingresada en coma, pero sobrevivió. Después de eso decidió colaborar con la policía, como es lógico. Todos los demás ejecutados en la cárcel eran colaboradores de la justicia. Hubo palizas, broncas, pero no homicidios contra los disociados. Hubo también una ruptura en las BR. El mayor grupo armado después de las Brigadas Rojas, Primera Línea, se disoció en masa de la violencia, proclamando la disolución de la organización. Entregó las armas al cardenal Martini. Fue algo clamoroso. Después de eso, las Brigadas se dividieron en Partido Comunista Combatiente y Partido Guerrilla, y ya no pudieron hacer frente a lo que ocurría. La disociación se hizo cada vez más fuerte. Se intensificaron las conversaciones con religiosos: el padre Bachelet, el propio cardenal Martini, varios miembros de Caritas que hicieron mucho por la reinserción de los ex terroristas... Al principio, todos los religiosos que participaban en el proceso eran jesuitas y desempeñaron un papel fundamental, porque mediaron con el Estado y favorecieron la "solución política" representada por la disociación. Gracias a ellos empezaron a visitarnos en la cárcel numerosos parlamentarios y se tejió una red de relaciones. Todo eso se tradujo en la Ley de Disociación de 1986-1987, con los procesos ya terminados. Los irreductibles, casi todos brigadistas, quedaron en minoría.
P. ¿Qué argumentaban los irreductibles?
R. Que la lucha armada no era errónea. Se limitaban a reconocer errores tácticos coyunturales y hablaban de "retirada estratégica", para justificar el fin de las operaciones armadas sin renegar de su pasado. Sostenían la necesidad de llegar a un enfrentamiento armado final con el Estado, pensaban que la "guerra" no había terminado. Fuera de la cárcel había aún compañeros que confiaban en ellos y con los que ellos contaban.
P. ¿Hubo después relaciones entre disociados e irreductibles?
R. Nuestras vidas se dividieron de forma inevitable. Cada uno siguió su camino. No he tenido contactos con nadie de aquella época. No por precaución, porque incluso quienes no se disociaron de la violencia quedaron, en la práctica, disociados.
P. Usted, al salir de la cárcel, quiso hablar con familiares de sus víctimas.
R. Tuve contactos en varias ocasiones con familiares de mis víctimas con la intermediación de personas religiosas. Querría recordar a sor Teresilla, recientemente desaparecida, mujer extraordinaria que dedicó su vida a favorecer la reconciliación. Un trabajo extraordinario.
P. ¿Es usted religiosa?
R. Fui bautizada, mi familia era muy católica, estudié en un colegio de monjas y llegué a la universidad en pleno 68, imagínese... No lo sé. A veces, en las situaciones más difíciles me he encontrado rezando. No puedo decir que sea religiosa. Sí creo que no todo se acaba aquí.
P. ¿Por qué quería hablar con sus víctimas?
R. Cuando uno se da cuenta de que, aunque de buena fe, ha cometido errores irreparables, que han provocado dolor inmenso a otras personas, y no han aportado nada, uno desea expresar la propia amargura. Obviamente, pedir el perdón de las víctimas sería una nueva forma de violencia: ponerles ante el dilema de perdonar o no perdonar añadiría dolor al dolor. Tampoco se puede resarcir. Pero quizá se puede contribuir a serenar. Nos acercábamos a esas personas porque pensábamos que para ellas podía suponer un desahogo. Podían echarnos en cara su propio dolor.
P. ¿Lo hacían?
R. A veces. Recuerdo todos los encuentros con las víctimas como intensos y muy conmovedores. Quienes no se sentían con ánimos de vernos rehusaron, obviamente, el encuentro.
P. ¿Cuántos ex terroristas se reunieron con sus víctimas?
R. Digamos que unos seis o siete.
P. ¿Qué sacaron ustedes de ese gesto?
R. Nos ayudó. Nos reforzó en nuestra convicción de eliminar la violencia. Y nos dio esperanza para salir adelante sin que nos aplastara el peso de todo lo que habíamos hecho.
P. Usted tuvo un gesto económico.
R. Yo tenía una casa. Cuando recuperé la facultad legal de comprar y vender, como algunas familias de las víctimas sufrían dificultades porque el Estado no había pagado aún las indemnizaciones, pensé que era justo ayudar. Ya lo había hecho antes, cuando realizaba pequeños trabajos, a través de sor Teresilla. Vendí la casa y repartí lo que obtuve entre las víctimas a través de un sacerdote, don Di Liegro. Entregué la suma a Caritas y la organización lo distribuyó de forma anónima entre las familias.
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