Los árboles
Está la naturaleza cambiante, tornadiza. Primero cae el sol otoñal sobre las rocas encrespadas del paso de Despeñaperros. La luz convaleciente suaviza el paisaje y abriga la serranía, el fondo de bosque, las piedras orgullosas, las charcas, los pequeños lagos, los rincones secretos que va sorprendiendo el tren con su laboriosidad indiscreta. Al lado de las vías se agolpan las vigas, los utensilios ferroviarios, y a lo lejos despunta alguna casa de montaña. Entre los árboles aparece y desaparece una cabra juguetona. De pronto el sol se esconde en las nubes, salta la lluvia y todo se diluye detrás de la niebla, hasta que de nuevo la luz vuelve a apoderarse de la mañana. Un mar de encinas y de pinos va desliándose en la ventanilla del vagón. Me acuerdo de un poema de Miguel de Unamuno, Mar de encinas, escrito en Zamora, en 1906, cuando el escritor, vasco y caminante, meditaba sobre la intrahistoria de España. Los siglos resbalaban con sosiego sobre las encinas, en paz sin tedio, en busca de la perenne verdura de unas hojas y del sedimento eterno de un pasado más sólido que las rencillas, las estafas y las mentiras de los políticos oficiales de la Restauración. Miguel de Unamuno escribía sobre una esencia anterior incluso al hombre, porque su verdad ya palpitaba en el pudridero calmo del bosque cuando las humedades y los linderos sólo presentían la llegada de los primeros habitantes. Las higueras son árboles más dulces y más trágicos que la encina, porque llevan una vida familiar. Junto a la tapia de una pequeña estación sin uso se levantan las ramas atormentadas de una higuera. García Lorca habló en su Romance sonámbulo de la dureza de un árbol capaz de lijar el viento. Era una visión sombría, pero es que en la tierra que habitan los seres humanos es inevitable que haya momentos de sombra y desesperación. Luego llegan las horas de la esperanza, las lluvias de abril, el sol de mayo, y el olmo seco disfruta de la gracia de una rama verdecida. Antonio Machado anotó en su cartera la posibilidad de la ilusión en tiempos de muerte. Sólo en el falso sueño de una eternidad sin historia y sin responsabilidades humanas puede la naturaleza poética desprenderse de sus higueras y de sus olmos, de sus fracasos y de sus inquietudes optimistas en medio de las nubes.
Baja el tren por las últimas colinas y rueda el sol por Andalucía. Una formación de olivos se va extendiendo en los campos. No se trata de un bosque salvaje, porque la realidad y el pasado se unen aquí en un acto de civilización. Parece como si la tierra se levantase, y de manera ordenada, pacífica, caminara en busca de un horizonte forjado en el futuro. No es posible imaginar unos olivares sin presencia humana, ya que la disciplina de sus troncos y sus ramas verdes son el paisaje cultivado, el bosque civil. Las ensoñaciones de los días remotos permiten el blasón de los elegidos, de los puros, de los propietarios de la dignidad y de la tierra. El porvenir, sin embargo, no tiene más remedio que salir a trabajar todas las mañanas. El futuro se mancha de barro los zapatos, y ordena los campos, y prepara la recolección de los frutos. ¿Quién levantó los olivos?, preguntaba Miguel Hernández a los aceituneros de Jaén. No los levantó la nada, ni el dinero, ni el señor, sino la tierra callada, el trabajo y el sudor. Buen signo de identidad un árbol que huye del pasado y de las baladas brumosas de la eternidad para convertirse en pregunta sobre el trabajo y el futuro. Los olivos siguen andando junto al tren, pisan ya la provincia de Granada, recorren en manifestación el horizonte. Una tierra que busca sus raíces en el futuro no debe suspender sus poemas en el pasado. ¿Quién levanta los olivos?, pregunta el tren en esta mañana otoñal de naturaleza caprichosa, que se abre y se cierra como un abanico. Los levantan algunos andaluces de Jaén, y también los marroquíes, los rumanos, los senegaleses, los ecuatorianos, todos altivos. Bienvenidos sean, sobre las piedras lunares y en las estaciones de ferrocarril.
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