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Reportaje:CINE DE ORO

Un pardillo en brazos de una mujer fatal

EL PAÍS presenta mañana, por 8,95 euros, 'La dama de Shanghai', el filme en el que Orson Welles rinde homenaje al cine negro

Jesús Mota

En 1948, cuando la megalomanía de Orson Welles convertía en oro casi todo cuanto tocaba, dirigió La dama de Shanghai (The lady from Shanghai), basada en una novela de Sherwood King (If I die before I wake), con un título más prometedor que el resultado final. Él mismo se apuntó como protagonista, un inclasificable corrupto de medio pelo llamado Michael O'Hara, y reservó el papel de la malvada Elsa Bannister a su ex mujer, Rita Hayworth. Con su destreza habitual para inquietar a los productores -en este caso, Harry Cohn, presidente de Columbia-, Welles decidió que el personaje de Elsa exigía que la Hayworth prescindiese de su famosa cabellera cobriza, así que en la película apareció con un pelo corto rubio platino. Felizmente para Welles, también incorporó a un actor que ya conocía desde sus trabajos iniciales para el Mercury Theatre, el "reptilíneo" Everett Sloane. Y eso que salió ganando la película, porque pocas veces en el cine se ha visto un personaje tan viscoso como el abogado minusválido Arthur Bannister.

El asunto es puro cine negro: un hombre que se cree muy listo se enamora de una femme fatale y acaba enredado en una trama criminal orquestada por personajes más listos y más corruptos que él. O'Hara salva a Elsa de un secuestro y a partir de ese momento se convierte oficialmente en su guardaespaldas y oficiosamente en un cabeza de turco. No tarda en cometerse un asesinato y O'Hara carga con la culpa. El guión progresa hasta aclarar la trama desencadenada por la pérfida señora Bannister -"el mal está dentro de mí", llega a proclamar no sin cierta complacencia- en una brillante secuencia en una galería de espejos.

No es ese argumento lo que confiere valor añadido a la película. Muchos guiones han desarrollado de forma más compleja la atracción fatal de un hombre -un pardillo, diríamos hoy- por una belleza irresistible. Por ejemplo, dos cumbres inaccesibles del negro, Retorno al pasado y Cara de ángel, se cuelgan de ese esqueleto. Lo que confiere el sentido más agudo a la película -además de la espléndida fotografía de Charles Lawton Jr.- es la ruindad excesiva, casi paródica, de los personajes, desde el protagonista al último matón; y, sobre todo, el esfuerzo meticuloso de Welles por convertir una trama criminal enrevesada en una perversión barroca. Los críticos de la época sintetizaron la definición de la película en el término caleidoscopio, seguramente inspirados por el propio Welles; pero se trata más bien de un sueño febril cargado por un simbolismo ominoso. Dos secuencias destacan sobre el resto por su carga simbólica y la densidad que confiere Welles. Una de ellas sucede en un acuario, inquietante por la presencia de animales depredadores al acecho en las quietas aguas del estanque. La segunda es la citada resolución final, un caos de vileza y muerte representado por O'Hara y los Bannister en un laberinto de espejos. Todos disparan sobre las imágenes repetidas hasta el infinito por los espejos de la galería, una multiplicación delirante de culpas y miserias donde se liquidan las cuentas pendientes del crimen. Woody Allen se sirvió de ella con humor en Misterioso Asesinato en Manhattan.

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