El largo viaje del B-24
El B-24 es un autobús modesto y muy cumplido que, de origen a final, lleva a sus pasajeros desde los comercios chinos de la esquina de Ronda de Sant Pere con Bruc, en Barcelona, hasta el monte de pinos donde se alza el hospital de Can Ruti, en Badalona, y así, en sus 44 paradas y en sus 11 kilómetros de recorrido, el autobús se arroja a las profundidades de una inmensidad urbana y suburbana, y arrastra a este cronista, a lo largo de 65 minutos, por la hondonada de una tarde que se va deshaciendo como un hielo en la mano. Ir a bordo de un autobús es como ir dentro de una ballena, y uno oye el sonido grave de los motores, y se detiene también a oír el cansado resuello del aire comprimido. Hay un silencio en el autobús que es el mutismo privado de cada cual, que es el estar callado de quien sabe a dónde va y sabe, sobre todo, que ése es un secreto sin ninguna importancia.
Un hombre callado, gordo, de camisa roja, mira el otoño desde su ventanilla, y otro señor, que gasta barba, se ha inclinado un poco para ver bien por dónde está pasando. El sol se petrifica en las fachadas del Eixample, y conforme va cayendo quiere agarrarse a las ventanas todavía de madera, a las rejas torneadas de los balcones, a las paredes ondulantes de una burguesía de chaflanes y de otoños, que es una burguesía de cola en la panadería, y que vive alejándose entre bloques de edificios. A veces el silencio del autobús es el ruido solitario de los cascos de un muchacho que oye música o la conversación desencajada de alguien que habla por un móvil. Barcelona es una ciudad roja de Martini rojo que se diluye en periferias de bloques, naves, vías, mano de obra jubilada y mano de obra fresca recién llegada. Ha subido en La Verneda un matrimonio de ancianos que se han arreglado para ir de visita, y el hombre lleva una americana de cuadros y una camisa de cuadros, y la mujer se ha peinado con horquillas y tiene en la mano, que es una mano inmortal, una bolsa de plástico, y entonces saca de la bolsa una caja de galletas, y la guarda en un bolso, y doblándola con esmero guarda además la bolsa de plástico, porque es de la clase de personas que ha sabido aprender que todo se aprovecha temprano o más tarde. En la misma parada se ha montado otro jubilado, que lleva un bolígrafo metálico asomado al bolsillo de la camisa, y éste se ha quedado de pie en la plataforma, con las manos en los bolsillos y de espaldas a los cristales. Y una mujer de jersey violeta se zampa una bolsa de patatas fritas, y a medida que le quedan menos se las come más aprisa. Y una señora, que viaja sentada, lleva sobre el regazo oscuro y vago de su falda un sobre con radiografías, y lo sujeta con las manos juntas.
El B24 empieza a dejar Barcelona remontando la Rambla de Prim, con sus edificios salvajes como palmeras salvajes y como sauces salvajes, con un salvajismo de toldos verdes y de ropa tendida en las cuerdas de las ventanas, y de ventanas pequeñas, y de paredes degradadas y altas. Y por este camino el autobús va a dar a los polígonos de Via Trajana y de Bon Pastor, que son polígonos de almacenes y de explanadas valladas, y de mujeres de bata azul de limpieza que fuman a la puerta de los talleres, y de salones para banquetes donde se celebran bodas y comuniones proletarias, y es así cómo el B24 se despide de Barcelona y entra en Santa Coloma sólo para cruzar el río Besòs por el puente del Molinet. Entonces el autobús llega a Badalona por los bloques de Llefià. Es un barrio que una vez fue comunista de fábrica y obra, y estaba lleno de pancartas que pedían parques y colegios.
En Llefià existe una plaza, que es una rotonda más o menos grande, dedicada al Che Guevara, y también tiene aquí la golondrina de su boina, que quiere volver, una callecita, y pasando por ellas uno aprende que la revolución es más ligera que el deseo de cambiar el mundo. En Llefià se suben unas niñas que van al barrio de Lloreda, y que llevan la ropa ceñida, y van todas con el pelo recogido en coletas, y con pendientes en los labios, y una lleva un monederito rosa en una mano, y hablan en grupo atropelladamente y se ríen a cada rato. Y también se ha montado una mujer que va a visitar a su hermana a la tienda de ropa que abrió en el barrio de Bufalà, donde hay calles que se llaman de Edith Piaf y de Elvis Presley. Un hombre le indica a su novia: "Esto es Bufalà", y ella le contesta: "¡Ah!", y entonces él continúa muy cierto: "El saber no ocupa lugar". El autobús sigue su marcha hacia la montaña por el barrio de Bonavista, que es un barrio con grúas y con jubilados, y se sube a los bordillos y tropieza con las aceras por un camino de travesías. En los asientos, un matrimonio de emigrantes le da el biberón a su hijo. Aquí apenas llega la última espuma de las olas de la ciudad y de su desierto de gente, y el autobús se convierte entonces en un pájaro solitario como un niño.
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