Discutida Guerra Civil
No nos engañemos. España ha sido diferente en su historia y aunque con el tiempo nos hayamos ido normalizando, todavía presentamos rasgos singulares heredados de un pasado difícil.
Uno de ellos es la crispada oposición actual al Gobierno de una derecha que parece hundir sus raíces en el pasado.
Otro es lo mucho que con motivo del 70º aniversario de su comienzo se ha hablado y escrito sobre la Guerra Civil de 1936-1939, sin que haya una interpretación aceptada por todos de las causas y el tenor del conflicto. Pasan los años y siguen desgranándose las preguntas, que reciben respuestas dispares. ¿Por qué tanto cainismo? ¿Cometieron Franco y los suyos un acto criminal al alzarse contra un Gobierno legítimo o tuvieron atenuantes y, según algunos, hasta eximentes? ¿Fueron todos culpables? ¿Por qué hubo tantos golpistas? ¿Y por qué los políticos de la época fueron incapaces de impedir la tragedia? Son tantos los interrogantes que es difícil aclararlos uno a uno. Sería menester para ello disponer de una explicación cabal de nuestra historia, que no tenemos, lo que nos distingue de otros países europeos que también tuvieron un siglo XX conflictivo, pero que lo han asumido y no lo discuten.
Sin embargo, a la hora de buscar razones a lo que ocurrió, es posible encontrar, bastante antes de 1931, unas características que explicarían la Guerra Civil por motivos más complejos que el fascismo de unos y el sectarismo o la ineficacia de otros. En la historia universal y más concretamente en la de Occidente, lo que cabe llamar modernización y que consistió en grandes avances políticos, sociales y económicos fue el resultado de una evolución de al menos de tres siglos, con sus zigzags y, huelga decirlo, con muchas convulsiones. Al final, con todo, y pese a que siga habiendo imperfecciones, el progreso fue enorme, constituyendo esa modernización de los países desarrollados uno de los hitos del discurrir de la humanidad.
Resistencias hubo muchas, como ha habido siempre en la historia ante cualquier cambio. Obraron en todas partes, pero en España fueron especialmente fuertes y se manifestaron desde el siglo XVIII, acentuándose en el XIX y el XX. ¿Por qué? No hace falta recordar que las explicaciones psicológicas, y no digamos genéticas, sobre unas supuestas constantes históricas que harían a los españoles incapaces para una convivencia pacífica carecen de todo fundamento. Eran los valores vigentes en buena parte de la sociedad, como resultado de una larga historia, lo que hacía que muchos se aferraran a lo que había y vieran con temor e incluso con pavor posibles cambios Como había otros que sí querían cambios para acabar con autoritarismos, pobreza e incultura, los conflictos eran inevitables.
Enfrentamientos antes de 1936 hubo muchos. Aquél entre liberales y absolutistas, abierto en sus tres guerras civiles o soterrado pero intenso el resto del tiempo, empezó hace 200 años y, a decir verdad, no acabó hasta la transición a la democracia después del franquismo. Pero hubo otros. El atraso económico impulsó en el último tercio del siglo XIX la aparición de partidarios de cambios radicales, con el socialismo marxista del PSOE y el anarcosindicalismo. Para ser un país poco desarrollado su presencia fue grande y sus demandas, que contaron con el respaldo creciente de los trabajadores, incrementaron las tensiones.
España vivió así sumida durante cerca de dos siglos en antagonismos que nunca se acababan de zanjar y que se traducían en inestabilidad política y poco progreso social y económico.
¿Fueron unos ineptos los políticos? En realidad, no era mucho lo que podían hacer, siempre discutidos, fueran los que fuesen, y con problemas inmediatos que impedían tomar medidas a plazo mediano y largo. Incluso si fuéramos a comparar, los políticos de entonces tenían igual o más talla que los de ahora. Lo que sucedía es que gobernar un país con el equivalente de 4.000 euros de renta per cápita, mal distribuida y sin casi gasto social, es cinco veces más difícil que hacerlo cuando esa renta es de 20.000 euros y hay un sistema social avanzado.
Quienes hoy estudian la teoría y la práctica del avance de las naciones señalan como uno de los requisitos para ese avance una buena gobernanza, es decir, gobiernos que ofrezcan estabilidad, seguridad, derechos garantizados. ¿Qué es lo que había, en cambio, en España? Patriotas frente a afrancesados, liberales frente a carlistas, moderados frente a exaltados, monárquicos frente a republicanos, centralistas frente a nacionalistas, revolucionarios frente a ultraconservadores, laicistas frente a integristas. ¿Cómo iba a haber paz suficiente para que se dieran esos requisitos?Además, hubo circunstancias poco propicias. Uno de los conflictos, el de monarquía o república, se zanjó en 1931 de modo tan pacífico y rápido que republicanos y progresistas pensaron que todo el campo era orégano y reputaron tarea fácil el avanzar. Su error fue monumental al ignorar que los enfrentamientos latentes eran tan grandes que podían aflorar en cualquier momento. Lo sorprendente no fue que hace setenta años se desencadenara una guerra civil. Lo insólito hubiera sido que España hubiera pasado sin más del antagonismo a la convivencia pacífica y al consenso. Una ley de la física elemental dice que todo resorte sometido a presiones crecientes acaba saltando. Desconocer esas presiones de larga data y buscar explicaciones coyunturales es quedarse en lo episódico y prescindir de lo que corre más a lo hondo en toda sociedad.
Aunque hoy nos parezca anacrónica y reñida con el progreso, la defensa a ultranza de valores tradicionales tan presente en nuestro pasado, y también entre los sublevados de 1936, se explica por la historia misma.
Desde la Baja Edad Media y al socaire del final de la Reconquista, predominó en España una organización económica y social, el llamado régimen señorial, con la hegemonía de la nobleza, que era un sistema muy poco productivo y muy reacio al cambio pero paradójicamente expansivo y hasta creador. La unidad del país desde los Reyes Católicos, el descubrimiento de América, la supremacía mundial con el Imperio del Quinientos, el Siglo de Oro de la literatura y la pintura, fueron para muchos logros conseguidos gracias a unos valores cuyo abandono conducía a la decadencia y a la ruptura de la nación misma. En 1936 había bastantes españoles que seguían creyendo tal cosa.
La historia de España, es cierto, fue gloriosa en el siglo XVI, aunque a redropelo de las corrientes modernizadoras que empezaban a surgir en Europa. Fue triste, por el contrario, en la decadencia del XVII, cuya causa primera fueron los muchos anacronismos. También resultó malograda en lo principal en el XVIII y conflictiva y poco eficaz en el siglo XIX y en las tres cuartas partes del XX.
Las muchas carencias se fueron haciendo más patentes en la Edad Contemporánea, pero hasta después del franquismo nunca hubo acuerdo sobre las soluciones. Las culpas, como suele ocurrir en esos casos, se echaban a los otros, a los que pensaban de manera distinta. Cuando los afanes de mejora se acentuaron, con ayuda de las circunstancias internacionales, un poco de azar y un mucho de fatalidad, estalló la traca final de la Guerra Civil. La tronada, como la calificó don Claudio Sánchez Albornoz, se había hecho inevitable por las incesantes tormentas políticas de un país donde nunca escampaba.
Hoy, en cambio, ¿vivimos en otra España? Diríase que sí, pero el peso del pasado todavía se deja sentir a veces. La transición a la democracia de hace 30 años fue un acierto, vista nuestra historia, pero, por las condiciones obligadas en que se desenvolvió, no hubo entonces justicia o muy poca para las víctimas de la dictadura.
Hoy se quiere reparar en parte ese olvido, con el riesgo de que resuciten demonios familiares. ¿En qué otro país del mundo que no sea el nuestro cabría una guerra de esquelas que rememoren a los españoles muertos por otros españoles hace 70 años? Está bien recordar a los muertos, sobre todo a los que durante mucho tiempo no se dejó recordar, pero sería mejor al hacerlo no hablar de los crímenes de las "huestes fascistas", por mucho que los hubiera, que provocan como respuesta traer a colación los crímenes de las "hordas marxistas", que también los hubo.
No se trata, claro es, de ignorar los crímenes que desde 1939 fueron obra de un solo bando. No obstante, memoria histórica es conocer y hacer inteligible el pasado, no recrearlo ni juzgarlo desde nuestros valores actuales. Dividir a estas alturas a nuestros antepasados en buenos y malos a nada conduce, salvo a desenterrar el único cadáver del que hay que congratularse que esté sepultado, a saber, el de las dos Españas enfrentadas.
Francisco Bustelo es profesor emérito de Historia Económica de la Universidad Complutense, de la que ha sido rector. Autor de La historia de España y el franquismo (Editorial Síntesis).
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