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Un cambio de rumbo fallido

La imagen del presidente que proyecta una derecha cada vez más radicalizada ha pasado de un tontorrón, lleno de buenas intenciones, bambi, a la de un taimado traidor de los valores patrios, sin otro objetivo que mantenerse en el poder a todo trance. El principio maquiavélico de que importa más ser temido que amado, que Franco supo aplicar con rigor, no sirve cuando hay que contar periódicamente con el consentimiento de los ciudadanos. El cambio de imagen de estos dos últimos años confirma el temor de la derecha a que, pese a lo mucho que ha arriesgado (salida de Irak, Estatuto catalán, negociación con ETA...), Zapatero pudiera resultar ganador en el 2008. Eso sí, siempre y cuando no se produzca un retorno brusco a la violencia que cada vez parece más probable, si no se hacen concesiones que van más allá de las competencias del Gobierno. Nadie en sus cabales aceptaría el fin del conflicto al precio de sacrificar el Estado de derecho, como exige el independentismo violento para que arranquen las negociaciones.

Tampoco a estas alturas el PP puede ya apostar a otra carta que a la de mantener, aunque tal vez con menor insistencia, las dudas sobre el 11-M. A más de año y medio de las elecciones no cabe prever si una deslegitimación implícita del Gobierno dará o restará votos, todo dependerá de lo hondo que cale en la sociedad un mensaje que pone en tela de juicio a instituciones fundamentales del Estado, como la judicatura y la policía. Pero por altos que sean los costos para la credibilidad y estabilidad de las instituciones -en su cuestionamiento la derecha coincide con la izquierda abertzale- lo probable es que la crispación no disminuya sustancialmente según nos vayamos acercando a las citas electorales.

En un panorama bastante sombrío se divisan otros muchos nubarrones que hacen aún más impredecible el resultado. Haber decapitado a Pascual Maragall, el político catalán que en vísperas de las elecciones encabezaba la lista de popularidad, con el fin de deshacerse del tripartito, se ha revelado una maniobra contraproducente. Han quedado defraudados los que esperaban una coalición de CiU con el PSC, que hubiera garantizado la mayoría parlamentaria antes, y sobre todo después de las elecciones generales. De hecho, estaba delineada desde el final de la negociación estatutaria, pero únicamente se habría podido llevar a cabo si la hubieran impuesto los resultados electorales. La sorpresa ha sido que CiU no ha crecido tanto, el PSC ha perdido más y el ERC menos de lo esperado, con un remonte de la izquierda ecologista. Por muchas que hubieran sido las presiones externas -y no se ha dado tiempo a ejercerlas- la gran coalición hubiera ratificado el mayor fracaso de la izquierda que, después de más de dos decenios de gobernar la derecha, tras un cortísimo período en el poder, lo único tangible que hubiera dejado habría sido una autonomía muy fortalecida en manos de la misma derecha nacionalista, dificultando además las coaliciones PSOE-IU que los socialistas necesitarán en la próxima primavera para gobernar en bastantes ayuntamientos y algunas autonomías.

Rechazada de plano la coalición con CiU, que el PSC pasase otra vez a la sempiterna oposición hubiera constituido un enorme fiasco que le hubiera apartado del poder por mucho tiempo. En este caso, con la defenestración de Maragall sólo se habría conseguido un Gobierno CiU-ERC que fortalecería aún más el tipo de nacionalismo que pone los pelos de punta a los empresarios catalanes y a buena parte de la sociedad española. PSC y CiU han sido muy conscientes del debilitamiento que a medio plazo supone quedarse en la oposición, y han hecho lo indecible por evitarlo. Mientras que CiU y ERC tenían dos opciones para gobernar, al PSC no le quedabamás que agarrarse al tripartito como a un clavo ardiendo, lo que, para mayor zozobra, dependía por completo de ERC, el partido que expulsó del terreno de juego al dar por descontado que el paso por el poder tendría su costo entre los electores de un partido, por republicano e independentista, en buena parte testimonial.

Pues bien, al único que los resultados electorales, con una u otra coalición, garantizaban un puesto en el Gobierno, era al señor Carod Rovira. No podía haber salido peor la operación "cambio de rumbo". Los socialistas catalanes se han salvado únicamente porque, por muchas razones que no puedo ahora explicitar, el tripartito es sin duda la opción que más conviene a ERC, pero aquellos saben que este apoyo habrá que pagarlo a un buen precio.

No es pequeña la paradoja de que Zapatero, al no haber tenido la menor oportunidad de intervenir en la confección del Gobierno catalán, mejora su imagen personal, a la vez que el prestigio del PSC, de modo que en las elecciones generales podría traducirse en unos buenos resultados.

El rotundo fracaso de la política socialista en Cataluña, preparando la sustitución del tripartito, vino precedido por la tragicomedia madrileña.

Poco antes de las elecciones catalanas, el PSOE no se recata de mostrar su entusiasmo por José Bono como candidato a la alcaldía de Madrid, justamente el político socialista que más despotricó contra el Estatuto catalán, hasta el extremo de que muchos consideraron su retirada como un repliegue táctico para en el caso de que fracasara Zapatero consolidarse como una alternativa creíble. Además de renegar de la política catalana, el PSOE especulaba con los votos que de una derecha atrabiliaria pudiera arrebatar a Gallardón, una artimaña que pronto se evidenciaría tan ingenua como perversa. El "mejor" candidato deja en la estacada a su futuro contrincante, jugando con la ambigüedad, a quién le amarga un dulce, de que podría aceptar la candidatura, cuando es obvio que, dado el alto riesgo de quedar aparcado de concejal, no tenía otra opción que rechazarla. Tampoco hay que echar en saco roto el envilecimiento de una sedicente izquierda que pretende aprovecharse de los votos que pudieran caer de la derecha que reniega de Gallardón. No cambia las tornas el haberse sacado de la manga en el último momento un candidato desconocido para el gran público; el PSOE sigue en las mejores condiciones de perder las elecciones autonómicas y municipales en Madrid, con el valor simbólico que esto conlleva.

En la misma línea de lo ocurrido en Cataluña y Madrid hay que incluir el acuerdo sobre la financiación de la Iglesia. Cuando su actividad parece reducida a celebrar bautizos, bodas y funerales -en Cataluña ya son más los matrimonios civiles que los eclesiásticos-, en un momento en que España avanza hacia el laicismo, como lo muestra de manera contundente el que una buena parte de los llamados católicos no estén dispuestos a correr con los gastos de su Iglesia, al Gobierno no se le ocurre nada más progresista que subir la cuota de su contribución del 0,52 al 0,7, y lo que es más grave, al parecer, por tiempo indefinido, ignorando el anterior acuerdo de que esta ayuda se mantendría hasta que en un plazo razonable la Iglesia consiguiese autofinanciarse, de lo que en los dos últimos decenios ha estado cada vez más alejada.

En primer lugar, se trata de una donación gratuita, no como en Alemania donde el Estado sirve tan sólo de recaudador del impuesto eclesiástico, que paga el creyente de su bolsillo y que se ahorra el que no quiera saber nada de la institución. Además, no es cuantificable de antemano, porque el monto depende de los contribuyentes que pongan la cruz en la casilla correspondiente y que, claro está, habrá que extender a las otras confesiones religiosas. Imposible que esta dádiva quede reservada en exclusiva a la Iglesia Católica, pero también es muy complicado definir qué es una religión con derecho a participar en el reparto (no faltarán sectas que quieran también beneficiarse) y sobre todo, cómo medir las consecuencias sociales que tendría la promoción estatal de algunas corrientes religiosas socialmente nocivas, si es que, como piensan incluso algunos, no lo son todas.

Como ha ocurrido siempre, el Estado trata de apoyarse en la Iglesia, así como ésta se agarra al poder político. Ahora bien, si el Gobierno pretende contar con la neutralidad de la burocracia eclesiástica, podemos anunciar desde ya que no alcanzará esta meta. Por mucho que se conceda gratuitamente a la Iglesia, siempre mantendrá una línea sutil de diferencia que le permita en un momento disentir, en otro exigir más, como corresponde a una sabiduría política milenaria.

No estoy nada seguro de que estas concesiones en los próximos meses tan decisivos lleven a la Iglesia a cambiar de política frente al Gobierno. Pero, de lo que no albergo la menor duda es de que los socialistas ganarían muchos más votos, por muchos obispos que sacaran a la calle, si se atreviesen a plantar cara a una Iglesia cada vez más en connivencia con la extrema derecha. ¿Acaso han olvidado la lección de los ochenta, cuando sus encuestas mejoraban cada vez que el obispo de Mondoñedo pedía a los fieles no votar al PSOE? Me temo que tamaña torpeza se explique como la comisión a pagar de antemano por la mediación de la Iglesia en la negociación con ETA.

Los grandes perdedores de esta financiación externa de la Iglesia son los creyentes que conocen y viven profundamente su religión, marginados o perseguidos por las burocracias eclesiásticas, y que ven fortalecido el poder de la jerarquía para cortar de raíz cualquier afán de reforma que les acerque un poco más al mensaje revolucionario de Jesús de Nazaret.

Después de las angustias vividas durante la elaboración del Estatuto y las dificultades crecientes para iniciar las negociaciones formales con ETA, temeroso de que incluso entre sus votantes vaya calando la crítica de la derecha -una política que se incline a la izquierda conlleva siempre costos altos-. Zapatero decidió dar un golpe de timón que le acercase al ala derechista de su partido, cambio de rumbo que, pese a los estropicios vividos, quedará patente en la próxima legislatura, si es que al final gana las elecciones, que está por ver.

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología, autor de A vueltas con España.

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