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Reportaje:

Un golazo revive al Burrito

Ortega brilla en River tras 35 días en una clínica de desintoxicación por alcoholismo

Juan Morenilla

Es lo que tienen los genios. Son capaces de regresar del infierno cuando nadie les espera y redimirse con una jugada maravillosa. Como Maradona o Gascoigne. Como Burrito Ortega, autor el domingo de un golazo con el River Plate ante San Lorenzo justo la noche de su reaparición después de 35 días ingresado por alcoholismo en una clínica de desintoxicación. Para Ortega fue más que un gol, fue el símbolo de su enésimo renacer cuando muchos le daban por acabado.

Ortega dibujó un gol "de cuento". Pinchó el balón en el medio campo, comenzó a correr como si escapara de sus fantasmas y cuando atisbó la portería colocó una vaselina imparable ante Saja. El Monumental por poco se cae en el reconocimiento a su "superhéroe", un ídolo que superaba de nuevo su lado más oscuro. El 3 de octubre, antes del Boca-River, Ortega desapareció, dejó de entrenarse, nublado por sus problemas con el alcohol. Lanzó un grito de auxilio y su entrenador y padre deportivo, Daniel Passarela, el técnico que le hizo debutar en Primera y le llevó a la selección, le dio permiso sine die. "Lo que hablé con él me marcó de por vida. Él sólo llora por sus hijos, su nietita y por mí", dijo el futbolista.

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La recaída de Burrito Ortega

El domingo, Ortega regresó. "Volví a ver la cancha. Antes estaba en el otro lado. Quería hacer cosas y no me salían. Entraba en la cancha y no la veía. Ahora estoy mejor de la cabeza. Con la ayuda de Passarella vuelvo a ser el de siempre, una persona normal, tranquila y divertida", dijo Burrito. "Éste es el comienzo. Nunca dudé que regresaría de la mejor manera. Pagaré a los hinchas de River lo que esperan de mí", añadió. Tras el gol, Ortega lanzó la camiseta al aire y se abrazó con fuerza a su técnico. Pocos como Passarella han comprendido y aguantado a un jugador volcánico, acostumbrado desde joven a merodear la noche y hacer su voluntad.

Hijo de soldador, Ortega se crió en los arrabales antes de debutar en River y emigrar a Europa. El Valencia le convirtió en 1997 en el traspaso más caro de Argentina -casi 11 millones de euros-, pero en Mestalla chocó con Ranieri, que le acusó de vago, y con la plantilla, a la que se enfrentó. Ortega cogió luego las maletas para jugar en el Parma, Sampdoria, River Plate y Fenerbahce. Y participar en tres Mundiales en los que fue capaz de lo mejor y lo peor: heredó el 10 de Maradona y en Francia 1998 dio un cabezazo a Van der Saar que le supuso tres partidos de sanción. Cansado de la vida en Turquía, Ortega plantó al equipo y la FIFA le castigó en 2003 con medio año sin jugar y una multa de 9,5 millones de euros que le llevó a anunciar su retirada por no poder pagar tal cantidad.

El River le acogió por tercera vez como si fuera el hijo delincuente que se arrepiente de su vida díscola. A los 32 años, mantiene sus señas de siempre, su amor por gambetear y su mala cara ante el trabajo físico. El balón le ha dado otra oportunidad. "Quiero disfrutar de la vida", asegura. "Lo que más me costó fue asumir el problema, por cómo soy yo. Pero voy a salir adelante".

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Sobre la firma

Juan Morenilla
Es redactor en la sección de Deportes. Estudió Comunicación Audiovisual. Trabajó en la delegación de EL PAÍS en Valencia entre 2000 y 2007. Desde entonces, en Madrid. Además de Deportes, también ha trabajado en la edición de América de EL PAÍS.

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